Desde el origen de los tiempos, las artes visuales han intentado dar cauce a las pasiones humanas. Así, han retratado a los protagonistas del mito y la fe, conmemorado eventos históricos y enseñado grandes verdades. Las imágenes como recuerdo y como metáfora son traducciones en trazo de los más variados sentimientos. Y si pensamos en el amor, ¡tenemos un amplio abanico! Incluso miles de representaciones del “amor” en su forma humana, encarnado como Cupido o Eros, y ejerciendo sus efectos sobre todo el panteón de los dioses y los mortales. La mitología clásica fue y es fuente inagotable de pasiones y tragedias. De amantes felices y atormentados. Mujeres seducidas desde el engaño como Psique por Eros, encadenadas y rescatadas como Andrómeda por Perseo, e incluso vueltas a abandonar, como la pobre Ariadna que Teseo dejó “por accidente” en la isla de Naxos luego de que lograron escapar del laberinto del Minotauro. Pero también, mujeres inteligentes como la tejedora Penélope, poderosas como Afrodita, que controlaban a los hombres, que hicieron y deshicieron a su voluntad.
Si algo es cierto, sin embargo, es que pese a todo este inabarcable conjunto de historias y roles femeninos, su trasposición visual siempre ha colocado a la mujer en el lugar de la sumisión y –sobre todo– del objeto del deseo. Desnuda o vestida, pero bella según los parámetros de cada época, digna de ser mirada y admirada, objeto cristiano de la pureza y el pecado. Las razones son muy sencillas y tienen que ver con el poder dominante, y con quienes encargaban y pintaban esas imágenes: los hombres. Y si bien aún hoy (y más que nunca) nos encontramos en una lucha por modificar esa mirada occidental sobre nuestros cuerpos, en la que los hombres actúan y las mujeres aparecen, hubo ya hace tiempo un momento en que la mujer fue protagonista indiscutida entre los objetos de representación.
Hacia fines del siglo XIX, el art noveau, el romanticismo y sobre todo el simbolismo colocaron a lo femenino y a la femineidad en un espacio protagónico. Las mujeres –que aún no podían aprender a pintar y sólo eran admitidas en las artes plásticas del otro lado del bastidor como modelos– fueron rescatadas de la historia universal en su faceta de femme fatale. Fuertes, luchadoras, decididas a llevar a cabo sus intenciones. Apasionadas hasta la locura, peligrosas, seductoras, vanidosas. En alguna medida, conscientes de su posición frente a las miradas ajenas y dispuestas a sacar ventaja de ello.
Nuevamente, la mayoría de estas mujeres provenían de la mitología clásica. Pero también de otro grandioso acervo, el libro que relata la historia de amor más grande de la humanidad, pero que es también fuente de engaños, asesinatos, castigos y tragedias: la Biblia. Sobre todo de allí saldrían las nuevas protagonistas de las imágenes del fin de siglo, reinterpretadas con los ojos de la modernidad y la conciencia del propio tiempo: Lilith, Judith, Salomé y Herodías, entre otras.
El baile de Salomé (detalle), Filippo Lippi, 1493, fresco en la catedral de Prato.
Una de las más famosas en aquel momento fue la historia de una mujer narrada en el Nuevo Testamento (Mateo 14, 1–12). En el relato, el rey Herodes teme matar a Juan Bautista (el profeta que había bautizado a Cristo) por la devoción que le profesaba la gente. El día de su cumpleaños, sin embargo, la hija de su nueva esposa Herodías, una joven llamada Salomé, realiza a danza de la que el rey queda prendado, y a cambio de la cual promete darle lo que ella pida. La joven, a instigación de su madre, pide la cabeza del Bautista en una bandeja de plata. Y si bien el rey se siente molesto… accede. Esta historia, que ya había sido representada por muchísimos artistas occidentales a lo largo del tiempo (Donatello, Filippo Lippi, Andrea Pisano o Caravaggio por nombrar algunos), toma hacia fines del siglo XIX otro color gracias a la versión teatral realizada por Oscar Wilde.
La nueva historia modificó bastante la percepción general de los lectores, al mostrar una Salomé seductora y encaprichada con el Bautista, dispuesta a todo por conseguir su atención. La muerte del profeta es consecuencia entonces de un crimen pasional, concretado cuando ella se decide a trasladar los efectos de sus encantos del impenetrable San Juan hacia el rey Herodes. Esta nueva Salomé femme fatale tiene muchos retratos de aquellos años, realizados por grandes artistas como Odilon Redon o Gustave Moreau. Sin embargo, ninguna imagen se compara a las ilustraciones que acompañaron la primer edición inglesa de la obra de Wilde en 1894. Realizadas por el dibujante Aubrey Beardsley, las imágenes se caracterizan por los grandes espacios en blanco y negro, las líneas curvas muy marcadas, la rica ornamentación y un rechazo a las normas convencionales de perspectiva y proporción. El conjunto original fue de 16 litografías, siendo hasta hoy la más conocida aquella en la que se muestra a la mujer besando la ya cercenada cabeza del Bautista.
El clímax (detalle), Aubrey Beardsley, 1894, litografía sobre papel.
Las poses de los cuerpos, así como la delicadeza y sinuosidad de las líneas contribuyen a reforzar la idea de sensualidad y erotismo que transmite la obra; mientras que la perspectiva y los ropajes nos remiten a elementos orientales, sobre todo del arte chino y japonés (muy de moda en Europa a fines del siglo XIX).
Otra historia en la que podemos ver a la mujer convertida en una seductora asesina es la de Judith y Holofernes. En este caso, el Antiguo Testamento relata cómo la bella viuda Judith logró –no por amor sino con declarada intención– asesinar a Holofernes, un general asirio que estaba por destruir su ciudad. El método para conseguir eso fueron, por supuesto, sus femeninos encantos que lo sedujeron y lograron que la lleve a su tienda con él. Una vez dormido, la heroína cortó la cabeza del peligroso soldado con ayuda de una criada y huyó llevando la prueba en una bolsa.
Judith I (izq.), 1901, Osterreichische Galerie de Viena y Judith II (der), 1909, Galería d´Arte de Venecia; Gustav Klimt, óleos sobre tela.
Al igual que la escena de la danza de Salomé y la entrega de la cabeza del Bautista, la imagen de Judith en el acto de asesinar a Holofernes fue recurrente en toda la historia de la pintura occidental, y muy retomada durante el simbolismo de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Muy famosa es al día de hoy una serie retratos de este personaje ejecutados por el vienés Gustav Klimt, así como otras imágenes que nos dejan ver una hermosa y altanera Judith vestida a la moda de la época. En este caso tomaremos, sin embargo, una de aquellas “anteriores” interpretaciones, puesto que tiene una característica muy particular. A diferencia de la firme escultura de Donatello, de la bella y aséptica representación de Miguel Ángel en una de las pechinas de la sixtina, esta fue realizada por una mujer.
Artemisia Gentileschi nació en Roma en 1587. Fue la hija mayor de Orazio Gentileschi, un pintor seguidor de la escuela que –sin haberla fundado– instaló Caravaggio por medio de sus penetrantes y dramáticas imágenes cargadas de claroscuro. Parece ser que Artemisia fue introducida a la pintura en el taller de su padre, y que mostró más talento que sus hermanos, al punto tal que fue entregada a un profesor particular ya que, lógicamente, no podía ingresar en la escuela de arte.
Parece ser también, que este profesor la violó en 1612, evento que ha sido corroborado por la documentación del juicio que hubo meses después. La pintura Judith decapitando a Holofernes es justamente de ese año, y ha sido interpretada a lo largo de la historia como el violento descargo de la artista luego del trauma que había sufrido.
A la izquierda, Judith y Holofernes de Caravaggio (Galería nacional de Arte Antiguo de Roma, 1599), a la derecha la misma escena a través del pincel de Artemisia Gentileschi (Galería Ufizzi de Florencia, 1612)
Comparada incluso con la representación del propio Caravaggio, la imagen de Gentileschi es epecialmente cruda y dramática, cargada de expresividad en los rostros pero también de intención y acentuado movimiento, direccionado por las diagonales que forman los cuerpos, llegando al centro donde una casi cinematográfica cabeza despide finos hilos de sangre.
De pieles delicadas o de miradas firmes, delgadas o robustas, ataviadas con las ropas de las más distintas épocas y modas. Estas mujeres vuelven a aparecer a pesar de los años en las cabezas de los artistas, invitándolos a plasmar el “otro lado” de la pasión amorosa, para recordarnos que no todas las parejas vivieron felices para siempre.