“El desafío fue trabajar sobre la colección, intentar darle entidad como un cuerpo en sí mismo, cruzado por sus propias problemáticas”. Así comienza Federico Baeza a explicar el trabajo que desarrolló durante más de un año, junto a Guadalupe Chirotarrab, a partir de las obras y la extensa documentación que conforman el acervo de la Fundación Klemm. Y sí, la palabra “cuerpo” es ineludible en el discurso, porque es ineludible a los ojos. Esta muestra declara la material presencia de Federico Klemm en todo su recorrido, empezando por la instalación que simula una sala de estar con muebles de su autoría y fotografías de los espacios que habitaba. Entre objetos, obras propias, retratos dedicados (como el de Mariette Lydis o el de tachas y cuerina de Mondongo) y regalos personales (como la serigrafía de Marta Minujin), se comprende que la Fundación no es sólo un espacio de arte sino también el muestrario de un universo privado. Ese era el objetivo, explican los curadores: volver a Klemm “sólida carne”, manifestar su presencia como mecenas de la colección, como artista que hizo de su vida una obra, y como personaje paradigmático de nuestra cultura.
A los 8 años de edad Federico Jorge Klemmn (Checoslovaquia, 1942 — Buenos Aires, 2002) se trasladó junto a su madre checa y su padre alemán a Buenos Aires. Inclinado por el arte desde muy pequeño, se formó en las plásticas pero también en el canto lírico y el teatro, aficiones que contribuirían a un lateral desempeño en el CEA (Centro de Experimentación Audiovisual) del Instituto Di Tella durante los ‘60, y que conformarían la personalidad performática que lo caracterizó toda la vida. Glamour, brillantes, coronas y mucho ecléctico amor al arte.
Después de un período no tan claro de tránsito por el mundo y el under porteño de los ’80, Klemm regresó a la escena. Comenzaban los ‘90 y, como no podía ser de otro modo, reemplazó las tablas por la televisión de tubo. Eran aquellos los tiempos en que iniciaba la TV por cable, y con ella la profusión de imágenes y el mágico zapping. Surgieron en ese contexto las transmisiones del Banquete Telemático, una de las apuestas del recién inaugurado Canal A: “Junto a Klemm (que protagonizaba su programa con el crítico Carlos Espartaco), transmitían también Ignacio Gutiérrez Zaldívar, Jorge Glusberg, y Ruth Benzacar” cuenta Fernando Ezpeleta, gerente cultural de la Fundación. Un festín de telecomunicaciones, una celebración de los avances de la tecnología, la cultura globalizada traspasando los muros del hogar y adentrándose en el living de la señora. En una época declaradamente light, Klemm resultaba apasionado degustador y crítico de una comilona de imágenes. Su “obra de arte total” hacía que el público saboreara los más diversos períodos de la Historia del Arte a través de las peculiaridades de su paladar. Entre 1994 y su fallecimiento, Klemm se constituyó como productor y producto de su propia época.
“De niño y adolescente, cuando miraba el cable, yo era fan de Federico. El sintagma ‘arte contemporáneo’ empezó a circular muy fuerte en los ´90, y en parte fue gracias al programa” menciona Baeza. Ante el comentario, Fernando Ezpeleta recuerda (cargado de anécdotas sobre la vida de Federico): “Lo paraban en la calle o en ArteBA y le hacían preguntas sobre los programas, tenía una gran capacidad comunicacional. La gente quedaba inoculada de referencias, y eso es celebratorio”.
Adentrarse en el espíritu del Banquete Telemático no solo resulta necesario para comprender la figura y la obra de Klemm (puesto que su programa es, como declaró alguna vez Roberto Jacoby, su obra de arte más interesante y compleja), sino también la nueva propuesta curatorial de la colección, que buscó trasladar el espíritu de las emisiones televisivas al diseño compositivo de las salas. “Nos inspiramos en las escenas del programa, que en muchos casos tienen a las obras como escenografía. Hay un episodio en particular en el que una especie de escenario blanco convive con pantallas en blue screen y cromas, y que da la sensación de limbo entre las distintas corrientes de la Historia del Arte” explica Guadalupe Chirotarrab, hablando específicamente de la primer sala [Tiempo, ficción y utopías], ambientada como un aséptico cubo blanco.
El cuerpo de una colección rompe con el ordenamiento cronológico (más próximo al que la Fundación manejó durante los últimos 9 años) y lo reemplaza por un guión de núcleos temáticos. Se trata de cinco salas bien diferenciadas por su ambientación, con cambios de ritmo, color y luminosidad, pero entrelazadas por ideas que remiten unas a otras continuamente. Y si bien la red de conceptos es compleja, se puede resumir en dos grandes desplazamientos: modernidad y posmodernidad (primera y segunda mitad del siglo XX), la obra artística y el artista como obra. Un juego de preguntas sin respuestas que se cristalizó en el arte de los ‘90 y especialmente en la propia figura de Klemm. Ficción, Utopías, Medios, Simulacro, Lirismo, Celebridad, Consumo, Trauma, son conceptos que remiten por igual a la colección y a su creador.
El recorrido continúa en una segunda sala [Artistas, medios y cultura de la celebridad] donde se puede reconocer la sacralización del artista que “encarna” su propia obra (Joseph Beuys, Yves Klein) o hace de su figura un producto de consumo (Andy Warhol, Jeff Koons). Y sin embargo el guión no deja de mostrar también la contracara de este festival de color en los efectos traumáticos del pop. Con un tinte más local, los curadores dedican toda una sala final [Consumo, simulacro, trauma] al doble filo del capitalismo (Marta Minujin, Nicolás García Uriburu, Edgardo Giménez).
Y en el medio, un laberinto de realidades y simulacros, artistas que juegan con su propio cuerpo, que inventan nuevas dimensiones o alter-egos artificiosos [Máscaras, mito y lirismo]. Y entre todos ellos Klemm, haciendo su número de antiguo aficionado a la opereta, apareciendo entre los telones de raso, inundando la atmosfera con su estética kitch… el Klemm que generó los ambientes más metafísicos para sus programas, el amante del surrealismo que estudió con Mildred Burton y que guardó ejemplares de Giorgio De Chirico, René Magritte y Marc Chagall [El amor al arte: el gesto del coleccionista]. El artista del collage y del photoshop que trasladó su excéntrica personalidad incluso a los marcos de las obras que adquiría, logrando que uno de sus amigos le dijera (según cuentan en la Fundación): “Felicitaciones Federico, te debo decir que tenés la mejor colección de marcos de Buenos Aires”.
En sus épocas del Di Tella era todavía joven y participó de ese espíritu de transgresión institucional en el que, según Elena Oliveras, “la pintura y el cuadro fueron los grandes condenados a muerte”. Ya en los ‘90 esta ruptura parece desdibujada y los jóvenes “no sienten la necesidad de expresarse a través de lo nuevo. Pueden apropiarse de lenguajes anteriores, conciliando estilos diferentes”. Ya no tan joven pero sí consciente de su tiempo, Klemm llevó al extremo esta premisa: se apropió -a través del collage pero también del fetiche posesivo de la colección- de todo el arte que pudo engullir; y concibió un personaje completo, que adaptó la faceta actoral a la de conductor televisivo en la más clara dimensión de una auténtica celebrity.
“Deberíamos ser o llevar una obra de arte”, dijo Oscar Wilde en su momento y habilitó una deriva de contradicciones que llegó hasta la colección de cinturones de Federico, pasando por el doblez del pañuelo del dandy inglés y los anteojos oscuros de Andy Warhol. Federico como personaje clave, como clivaje, que reúne cuerpo y medio, tiempo y celebridad, democracia y amor al arte. Todo lo serio y todo lo liviano. La honestidad pura conviviendo en la pura artificialidad. Su “proyecto de democratización del arte”, que inauguró con un gran banquete televisivo, fue también su salto privado a la escena pública (como el que hiciera 30 años antes Yves Klein saltando [falsamente] al vacío y publicando la foto en un [falso] periódico, en un acto que sin embargo revestía una completa sinceridad y seriedad, porque creía estar abriendo para su tiempo una puerta de contacto con un espacio completamente nuevo y vacío donde impregnarse de arte). Un poco más terrenal, Federico hizo avanzar su proyecto dando a su galería el estatuto de Fundación y organizando un premio adquisición para alentar a las nuevas generaciones.
“Trabajar con la colección fue también la oportunidad de rescatar y revisar el período cultural y el contexto de los ‘90: la internacionalización, del crecimiento de la figura del artista que trabaja sobre el propio cuerpo”, cierra Baeza, “creo que es una historia que todavía no está plenamente desarrollada ni escrita.”
Por Ignacio Zenteno y Soledad Sobrino