El Museo Nacional de Bellas Artes es inmenso. Probablemente (aunque sea rodeados de nuestros compañeritos cuando íbamos a la escuela) casi todos podamos decir que transitamos esos pasillos alguna vez. Para quien no lo haya hecho o desee regresar luego de mucho tiempo lo más recomendable sería proponerle, considerando que la entrada es gratuita, que elija un sector de todo el gran mar de imágenes que conforma el museo para recorrerlo tranquilo… y vuelva otro día. Por fuera de las muestras itinerantes, la colección permanente es extremadamente variada y rica, y merece ser recorrida con atención. Particularmente, hace ya un tiempo que la sala 21 presenta un montaje en el que se pueden ver algunas obras de arte español. Hoy nos vamos a detener en La vuelta de la pesca.
Pintada en 1898 por Joaquín Sorolla y Bastida (1863–1923), este óleo pertenece a un conjunto de obras de los siglos XIX y XX salidas de los talleres de artistas en España, por aquel entonces muy vendidas en nuestro país. Nuestro mercado en aquel tiempo contaba con muchos coleccionistas inmigrantes, y estaba ansioso por fortalecer el campo artístico nacional con producciones propias y extranjeras, sobre todo paisajes de factura naturalista y preciosismo técnico.
Huérfano y de vocación temprana, Sorolla es uno de los principales referentes de la pintura española de costumbres: familias, animales, paisajes y sobre todo escenas a la orilla del mar llegaron hasta nuestros días plasmadas con una técnica que se ha llamado desde impresionista hasta iluminista. Fuera de toda etiqueta, sus obras se reconocen por el potente uso de la materia y los destellos de luz. Potenciado por la intervención del agua y su húmedo rastro, el uso de los reflejos genera en la pintura de Sorolla un efecto que no se puede comparar con nada realizado por ningún otro artista. Sacude a los ojos verlo, invita a perderse en una pincelada que, no por ser evidente, deja de transmitir relatos y gestos, elaborando escenas complejas.
En el caso de La vuelta de la pesca, la composición apaisada se carga de personajes en la parte inferior, para –en la superior– desplegar un cielo azul que hincha las velas de un bote. El primer impacto “lleno vs. vacío” llama nuestra atención y nos seduce para adentrarnos en los recovecos de la materia. Y entonces el elenco típico de Sorolla empieza a desfilar ante nuestros ojos: bueyes aturdidos por las olas, niños que juegan desnudos en la playa, madres que cargan los canastos con la pesca del dìa. Casi se puede sentir el viento que nos sopla en la cara, arrugando las telas blancas, trayendo los olores y la espesura de un óleo untuoso como el calor del sol.