Se levanta una torre, imponente en el centro de la escena. Los edificios cubren la parte baja, mientras un manchón verde nos indica el surco de un canal de agua a la derecha. Los ojos viajados o quizá muy atentos llegan a detectar Venecia, al campanile en la torre y a la Basílica de San Marcos en la construcción con arcos. Son esbozos craquelados por el óleo y el tiempo, pinceladas sutiles que permiten adivinar gestos sin explicitarlos. Unos personajes (Julieta y su niñera, si nos guiamos por el título de la obra) miran desde el extremo de la tela al tumulto que se arremolina en la plaza. Y sin embargo, nada de todo eso resulta central en la composición: la pintura de Turner es puro cielo.
El inglés Joseph Mallord William Turner, (1775–1851) realizó esta pintura en 1836. Aclamado en sus comienzos y rechazado hacia el final (cuando las pinceladas comenzaron a desvanecerse de tanta luz), el artista es considerado hoy uno de los principales exponentes del paisajismo, género al que logró elevar de categoría. La joyita pictórica en cuestión, nacida del otro lado del océano, llegaría con el tiempo a los brazos de la controversial Amalita Fortabat. Esta y otras tantas de sus obras se alojan desde el 2008 en un espacio abierto al público: un espectacular edificio de Puerto Madero diseñado por Rafael Viñol.
Mucho se ha dicho de la colección y de su dueña, como se dice de todo aquello que implica fama, dinero y poder. Y si bien el montaje general de las obras nos deja una clara impresión acerca de la excentricidad de la coleccionista, resulta imposible no abrir los ojos de asombro ante tanta variedad. Los compañeros de sala del Turner incluyen nada menos que un Brueghel de enormes dimensiones, un Chagall y un Dalí. En el piso superior, además, hay una minuciosa colección de arte argentino que abarca desde el costumbrismo hasta la neofiguración del siglo XX. Julieta y su aya no ha quedado impoluto dentro del mar de comentarios que suscitó la colección antes de ser puesta a disposición de todos los curiosos. Se dijo incluso que ha estado colgado sobre una pileta climatizada para que los vapores combinen con el ambiente retratado. Y aún así, el lienzo vale la pena por sí mismo, y frente a él desaparece todo lo demás. Es el único del que tenemos noticia en la ciudad, y está a la altura de grandes obras del artista como El gran canal de Venecia, de 1835, alojado en el Met Museum.
Solita en el centro de una pared, la obra luce su magnificencia: una dama que combina con su hogar, un exótico palacio que parece flotar entre los destellos del Plata. Y dentro, ella se sabe portadora de uno de los más hermosos vestidos de la fiesta. Su embriagadora voz nos canta de luz, de niebla y de agua, invitándonos a visitar un rato el cielo y perdernos entre sus pinceladas.