El Día de la Tradición conmemora el nacimiento –hace ya 182 años– del poeta argentino José Hernández, quien se ganó un lugar en la historia gracias a su muy conocido Martín Fierro. El texto originalmente publicado en 1871 está elaborado en forma de verso y relata, a modo de protesta frente a la política sarmientista, la historia de un trabajador del campo (un gaucho, para los amigos) que es reclutado para defender las fronteras con los indígenas.
Un día como hoy recordamos entonces, no sólo uno de los textos más argentos que nos constituyen, sino también una figura que –a esta altura, casi poéticamente– configura nuestra identidad nacional. Y con ella, todos sus atributos y costumbres: las que se perdieron, las que permanecen y las que se fueron modificando para construirnos en esta gran duda que somos todos los argentinos. Y si de miradas poéticas al pasado se trata, podemos sin temor trasladarnos a las primeras imágenes que retrataron a los gauchos de nuestras tierras.
Elaboradas por artistas extranjeros provenientes del viejo continente, estas primeras imágenes son curiosas por la “lejanía” con que están realizadas. Y no sólo hablamos aquí de una lejanía temporal respecto a nuestro presente sino –y principalmente– de una distancia establecida entre aquellos primeros pintores viajeros y sus modelos. Entre ese ellos y este nosotros (¿”aquel” nosotros, habría que decir?) que se mostraba tan pero tan ajeno que permitía una reinterpretación, una nueva construcción desde la mirada occidental europea.
Hacia mediados del siglo XIX nuestro país estaba en proceso de formar una nueva sociedad, consecuencia de la independencia. Había héroes para ser retratados y paisajes para plasmar, así como una gran atmósfera romántica que llegaba desde Europa y se traducía en la literatura del Río de la Plata a través de textos como La cautiva y El matadero de Esteban Echeverría.
La pampa era el terreno salvaje y desconocido. Y las costumbres de sus habitantes misteriosas y perturbadoras. Empapados del fervor romántico, muchos artistas decidieron emprender viajes a las inhóspitas tierras del sur, seducidos por el exótico erotismo que emanaba de la distancia.
Fue lo que sucedió con Raymond Monvoisin (un francés discípulo de Delacroix) que viajó en 1842 a nuestro país, o con Mauricio Rugendas. De origen alemán, este último estaba interesado en estudiar la “naturaleza salvaje”, por lo que su primer viaje fue a Brasil, donde permaneció entre 1821 y 1825. Regresó luego a Europa y terminó su formación con David y Delacroix, y en 1845 visitó Buenos Aires, donde se apasionó con las escenas del campo y –sobre todo– con los indígenas y las cautivas.
De estos ojos europeos conservamos imágenes del campo y los gauchos como Soldado de Rosas (1842) o Un alto en el campo (1846) que, casi a la manera de las pinturas que realizaban los franceses en el lejano oriente, representan a los míticos habitantes de un terreno inhóspito como exóticos objetos de porcelana, odaliscas de las llanuras.
Un poco más cercano a la fecha de publicación del texto de Hernández –pero no muy alejado en el estilo de representación– nos encontramos también con los retratos gauchescos de Juan Manuel Blanes. Uruguayo nacido en 1830, este artista fue muy valorado en todo el Río de la Plata por su calidad pictórica, que lo llevó a retratar grandes escenas de la historia de la región. Su serie conocida como Gauchitos fue realizada entre 1860 y 1870. En ella sus personajes no sólo dan cuenta en forma detallada de las vestimentas y tradiciones gauchescas, sino también de una atmósfera romántica que los aleja de toda maldad y los somete al rictus idealizante típico de la mirada que ejercía por aquel entonces Europa sobre todo aquello que considerara una otredad.
Qué curioso contemplar estas imágenes entonces, y descubrir que ya había un imaginario tan completo de la vida del campo y los habitantes de nuestro suelo para cuando José Hernández cuenta la vida del gaucho Martín Fierro. Qué curioso contemplarnos entonces desde las miradas de otros, que no sólo permanecieron como miradas sino que ayudaron a encastrar las piezas de nuestro engranaje. Y qué complicado resulta escribir esto desde el hoy, mirar esas imágenes y pensar en nosotros mismos, seguir preguntándonos por nuestra identidad y descubrirnos incompletos.
Quizá podamos proponernos, por ahora, tomar la tradición como un conjunto de cosas bastante más grandes que una figura arquetípica que encaja con el contexto de la llanura y el campo. Podemos también intentar entenderla un poco más, desdibujando sus límites y proponiendo nuevos. Escarbar en la propia esencia y de-construirnos a partir de nuevas miradas, para ser nosotros mismos y que no nos “devoren los de ajuera”.