El ineludible pasillo que lleva a la sala de exhibiciones temporarias del MNBA nos adentra a la obra de Miró con una particular luz azul. Un oscuro y esotérico cielo nos envuelve, indicándonos que estamos saliendo del patrimonio del museo y entrando en una experiencia distinta. Será quizá una experiencia “hacia adentro” la que nos proponga este artista, uno de los más reconocidos e institucionalizados de las vanguardias del siglo XX. Y es que Miró no precisa un gran preludio. Su nombre trae consigo la fama de su obra.
Nacido en Barcelona en 1893, Joan Miró ya era un artista con formación cuando llegó por primera vez a París en 1920. Ese fue el año en que conoció a Pablo Picasso, y la “ciudad luz” el lugar al que regresaría un año después para instalarse definitivamente. Fue allí también que tuvo por vecino y amigo al pintor André Masson, y por medio del cual conocería más tarde a André Breton y a otros surrealistas. La producción de Miró de los años 30 está influenciada por un automatismo que la Historia del Arte ubica en un “surrealismo otro” al de artistas como Yves Tanguy, René Magritte y Salvador Dalí. Las obras de Miró y también las de Masson traen al lienzo un inconsciente que se desplaza a partir de un trazo involuntario, que define su propio rumbo. Podríamos pensar entonces que “la experiencia de mirar” está muy alejada de la producción de estos artistas. La experiencia es del sentir, del fluir.
Más allá de los vaivenes propios de los artistas de vanguardia de los que Miró no estuvo exento, puede decirse que fue Francia su residencia estable hasta que en 1940 los bombardeos alemanes lo impulsaron a reinstalarse en España, primero en Barcelona y luego en Palma de Mallorca (donde permaneció hasta su muerte en 1983). Luego de un breve abandono de la pintura (que no fue, para nada, un abandono del arte), regresó a los pinceles casi al mismo tiempo en que se volcó por la escultura en bronce. Promediaba entonces la década del 40, y junto con el “cambio de eje” de las vanguardias de Europa hacia el Nuevo Continente, Miró viajó y conoció Nueva York, ciudad en la que artistas como Jackson Pollock entraban en auge. Poco tiempo después, en 1947, participó de la famosa Exposición Internacional Surrealista organizada por André Breton y Marcel Duchamp en la Galerie Maeght de París.
Este contexto es el punto de partida para acercarse al conjunto de obras que hacen a la exhibición del Bellas Artesas. Las mismas no son ni del período plenamente surrealista ni tampoco del parisino, sino que pertenecen a un Miró que se sabe Miró, dueño de un lenguaje claro (del que aparentemente renegaba) pero que le funciona como base para experimentar con la forma. Se trata de una producción que para ese entonces convivía con múltiples encargos murales, exhibiciones internacionales, retrospectivas y biografías publicadas. Como sostenidas por esta trayectoria, las salas del Bellas Artes tienen apenas un texto introductorio, y se abren blancas y receptivas a la llegada del espectador.
El conjunto es fiel al estilo del artista, pero se encuentra atravesado por una mirada cercana al expresionismo abstracto y al informalismo que comienzan a desarrollarse en la posguerra, y que para la época de las obras exhibidas (entre1963 y 1983) tenían un puesto cómodamente firme entre los lenguajes visuales vigentes. Por supuesto que hay mucho del Miró que todos conocemos en estas obras: colores plenos y primarios, algunas formas simbólicas recurrentes, líneas fuertes de color negro definiendo los contornos. Algunas ideas, que el relato curatorial define como gestos que nos invitan a “interrogarnos por el acto mismo de mirar” son el eje que atraviesa todas las obras: la mujer, el pájaro, el “personaje”. Algo de ese trazo infantil nos recuerda que estamos ante la figura paradigmática del siglo XX que ya conocemos, y algo de la propuesta plástica, reforzada por los ploteos de sala también nos recuerda a las vanguardias: a las líneas de Alexander Calder y a las formas de Picasso. “Que mi obra sea como un poema musicalizado por un pintor”, dice Miró en una de las paredes trayendo a nuestra memoria la abstracción lírica de Kandinsky. “He sentido la necesidad de obtener el máximo de intensidad con el mínimo de medios” confirma luego, recordando la síntesis de recursos que estos artistas admiraban en el arte llamado “primitivo”. El despojo alcanza su máxima expresión en unas cuantas pinturas de enormes dimensiones: un pleno blanco, una única línea negra. El mismo pájaro que traza la trayectoria de su vuelo, la estrella solitaria en un firmamento.
Pareciera entonces que se trata siempre de lo mismo: la figura ¿femenina? que se manifiesta en su ambigua forma, el firmamento surcado por el pájaro, que a su vez se posa delicadamente en una rama. Pero ¿es lo mismo lo que se ve cuando se está frente a estas obras? Una ventaja de la muestra es que nos permite un encuentro frontal con la materia. De pronto se torna evidente que nunca se trata del delicado posarse del pájaro, sino que los trazos tienen más que ver con el batir de sus alas y con el movimiento que el peso de su cuerpo provoca al aterrizar. Las líneas negras no son plenas, se ven las gruesas pinceladas que generan los fondos, cobra real dimensión el tamaño del lienzo (que en muchos casos supera el metro de alto). Los “dibujos” se mezclan con pastel, gouache, temple, y se apartan de esa línea que parecía no desprenderse del papel blanco típica de sus años 30.
La disposición en sala de las obras (ayudada por dos grandes curvas que equilibran la puesta en escena) genera a una lectura dinámica de la muestra. La cantidad de piezas también colabora (ni pocas ni demasiadas), así como la fuerte presencia de las esculturas, compuestas de forma tal que nuestro ojo las emparenta con sus obras bidimensionales. Pese a no haber color, la pulsión pictórica no desaparece en ningún momento. Todas estas particulares estructuras están realizadas en bronce, pero paradójicamente se reconoce en ellas el uso de objetos cotidianos como molde. Esto es llamativo, puesto que los vaciados de distintas piezas (formas esculpidas en cera, pero también tablones de madera, cucharas, rejillas, muñecos) están luego patinados, de modo tal que no se adivina el metal debajo de ellos: es necesario acercarse a cada pieza para entender este extraño juego que no sólo es de formas, sino también de materiales. Resulta curioso además que el conjunto acude repetidamente a formas puntiagudas y desarmadas, gestos tétricos e incluso violentos (un cuerpo de bebé, los dientes de un rastrillo, formas como cuernos, trazos en la materia que emulan desgarros), que superpuestos a sus poéticas pinturas de fondo desarman cualquier posible lectura dramática. Otra ventaja de ver un gran conjunto de obras reunidas en el mismo espacio, dialogando entre ellas y con nuestros ojos.
El lenguaje de Miró es claro, casi esquemático, y las ideas que se repiten a lo largo de la muestra tienen una traducción legible en un código simbólico. No dudamos ni por un minuto que el artista se tomaba el tiempo de componer las obras en este período, que había detrás de ellas un pensamiento que de algún modo lo alejan de la intención automatista que pudo haber durante su etapa surrealista. Tampoco dudamos, sin embargo, que estamos lejos de ver en sus pinturas el resultado de una observación del mundo. Es hacia otro lado que se dirige el artista antes de comenzar sus obras. Hacia dónde, puede ser quizá el desafío que se aparece ante el espectador. Es en él que queda relegada la “experiencia del mirar”. Observar las obras, leer los títulos, contemplarse hacia adentro… y volver a mirar.
¿Dónde? Pabellón de exposiciones temporarias del Museo Nacional de Bellas Artes. Av. Libertador 1473, CABA.
¿Cuándo? Entre el 25 de octubre de 2017 y el 25 de febrero de 2018, de martes a viernes, de 11 a 20, y sábados y domingos, de 10 a 20.
Entrada gratuita.