Esta frase que sigue hoy tallada en la tumba del artista plástico Marcel Duchamp (Francia, 1887–1968) se vuelve irónica cuando la sabemos situada sobre la tumba de un cuerpo ya descompuesto. Al mismo tiempo, nos trae de un golpe a la realidad: al presente tangible de los vivos, al suspiro del instante. Pero, ¿será desde allí que esas palabras están emitidas? ¿Será, por el contrario, que se saben trascendentes? ¿Sobrevivientes al efímero tiempo humano? ¿Será que se burlan de nosotros desde la inmortalidad de la cultura?
Hace cien años en París abría sus puertas por vez primera la Exposición de los Independientes en el Grand Central Palace, proclamada a sí misma como una “sin jurados ni premios”. Organizada por la Society of Independent Artists, la muestra recibió un número muy amplio y variado de obras entre las que fue evidente la ausencia de Duchamp, que junto con otros colegas formaba parte de la comisión directiva de la Sociedad. Por el contrario, antes de la inauguración sí había llegado la escandalosa Fuente (Fontaine): un urinario de porcelana modelo Bedforshire de fondo plano, firmado a mano por un tal R. (Richard) Mutt.
Se trataba ‚como se podrá imaginar, de un juego de identidades del artista, quien había elegido este artefacto de baño público para desterrarlo de su uso ordinario y proponerle un destino radicalmente diferente. Sus antecesores, una rueda de bicicleta montada sobre un banquito y un portabotellas, comenzaban a definir lo que ya para 1917 Duchamp llamaría ready-mades: objetos de la vida cotidiana elegidos e intervenidos en base a una absoluta “indiferencia estética”, seleccionados por el artista y convertidos –por el solo hecho de esta elección– en obras de arte.
El mingitorio invertido no sólo transformó los límites de lo que hasta entonces se consideraba artístico (como ya lo venían haciendo los otros ready-mades), sino que se convirtió en emblema del arte como provocación a la institución artística, a sus reglas de legitimación y a la sacralidad de la obra. Escondido detrás de ese seudónimo, Duchamp abrió las grietas en el óleo para comenzar a desmoronar las ideas en las que se basaban tradicionalmente los conceptos de artista y público. Si la obra de arte era tal por estar cargada de trabajo “original” sobre la materia, Duchamp consideró que el gesto del artista sería el doble de poderoso en la medida en que se apropiara de objetos que ya cargaran trabajo acumulado en su producción (un perchero, una valija, incluso otra obra de arte). Que era hora de valerse de aquello que consumimos todos los días y empujarlo fuera del espacio de la cotidianeidad para ubicarlo en el del arte.
Ese corrimiento movió las fichas del tablero y de pronto se hizo más claro que nunca que, en el arte, el sentido nace de una colaboración, de una negociación permanente entre el artista y el espectador. Se introdujeron nuevos actores a la escena, cambiaron las reglas, y “la obra” dejó de ser punto final para convertirse en punto de partida. La pregunta dejó de ser qué es lo que se puede hacer, y se desplazó hacia qué es lo que se puede hacer con: con lo ya hecho, con los objetos de la vida real, con las relaciones entre las personas, con las identidades, las dualidades, con el arte de todos los tiempos. La postproducción y la apropiación son las formas contemporáneas de este juego.
Duchamp supo instalarse en la pregunta y en la dualidad desde las cuales nos puso (y nos pone) en jaque: desde los mencionados binomios uso-producción y dentro-fuera de la institución, pero también desde el blando erotismo femenino-masculino y el pivotante movimiento entre el lenguaje y lo visual. Allí se acomoda, en el ambiguo pliegue que supo abrir en la Historia del Arte, enseñándonos todavía su irrebatible inmortalidad.
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