De Marcel Duchamp se ha dicho todo y después de cien años todavía es el principio. Pretender hablar de su obra no puede ser sino un acto de valentía y, al mismo tiempo, de estupidez (la escritura vive de ese arrojo). ¿Qué se puede agregar a un siglo de pensamiento sobre Duchamp que es, en sí mismo, un siglo de pensamiento sobre las artes? Pero sería exagerado concluir con esto que sus pocas obras marcaron un antes y un después en el arte y en su reflexión, que hay un arte antes-de-Duchamp, un arte después-de-Duchamp y maneras de pensarlo completamente desconocidas hasta un supuesto día inaugural de 1913 o 1917. Para definir esta fecha se podrían diferenciar tres momentos de toda instancia creativa que una historia de lo nuevo no puede menospreciar: los momentos de invención, de creación y de exposición. La obra de 1913 (Rueda de bicicleta: ready-made montado) “se trataba simplemente de una distracción” y es completamente diferente a la de 1917 (Fontaine: ready-made intervenido exhibido), más atrevida y lúdicamente pública.
¿Se lo recuerda por haber privado de funcionalidad al taburete y a la rueda para montarlas juntas en un objeto exótico y disfuncional (es decir, por su lado más surrealista: “el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”) o por haber decidido que un mingitorio al revés era digno de exposición a sabiendas de que provocaría el revuelo de espectadores y organizadores (es decir, por su lado más dadaísta)?
En 1914, años antes de que Duchamp “hiciera” su L.H.O.O.Q. (un ready-made intervenido burlesco de 1917, sobre una reproducción de la Mona Lisa), Kazimir Malevich ironizaba sobre el arte que respondía al sentido común y social del gusto, adosando a uno de sus cuadros la reproducción de la Mona Lisa y jugando con su sagrada sexualidad: “Apartamento libre en Moscú”, escribe debajo de la obra. El gesto iconoclasta, la burla y la desacralización, incluso los juegos de palabras, son parte evidentemente constitutiva del arte duchampiano pero no explican su originalidad ni su sobrevida fundamental. Como resumió Erich Hobsbawn, “hacia 1914 ya existía prácticamente todo lo que se conoce como vanguardia”; todo menos la Fuente y la palabra para nombrar a esos objetos convertidos en obras. Todo menos Duchamp. Existía un pintor de caballete, francés, llamado Henri-Robert-Marcel Duchamp, autor semidesconocido de un escandaloso Desnudo bajando una escalera y obsesionado con el efecto óptico en el giro de una Rueda de bicicleta.
Puede aventurarse entonces que fue Duchamp la más tardía de las vanguardias. Es cierto, sin embargo, que pasó años experimentando con sus objetos antes de decidirse a exponer abrupta y socialmente la idea de que esas simples cosas podían pasar a ser obras de arte. La escritura sobre Duchamp olvida con frecuencia que el ingreso de lo indiferente a los mundos del arte tiene más años que el Portabotellas de 1914, ese primer y extraño caso de ready-made puro, sin intervenciones (el mismo que estuvo a punto de convertirse en un extravagante ready-made delegado, cuando Duchamp pidió a su hermana que lo firmara en su nombre); pero olvida también, con la misma frecuencia, la idea inversa: que las simples cosas no siempre habitaron los mundos del arte.
¿Se ha visto, antes-de-Duchamp, la escultura en mármol de un inodoro o la pintura al óleo de un par de zapatos o de un tenedor? Muy poco, sólo tardíamente y en los márgenes de lo posible. Hasta hace doscientos años no se podía hacer arte con cualquier cosa pero no fue con el ready-made que las reglas del juego entraron en cuestión. Mucho antes-de-Duchamp existía una máquina de hacer obra con lo “ya hecho” (o más bien con lo “ya dado”), que implicaba una mínima intervención por parte del hacedor, y que hacía ingresar al mundo de las obras a todo aquello que se le presentara (por insignificante que fuera). Con el tiempo este dispositivo tomó el nombre de fotografía y, aunque no adquirió de inmediato un estatuto artístico, sí evidenció lo que tanto se dice de Duchamp: “la belleza de la indiferencia” o, en una reformulación más precisa de ese enunciado [¡qué tendrá que ver Duchamp con la belleza!]: “la POTENCIA de la indiferencia”.
¿Y no decía ya, la parte más alemana del romanticismo, la del siglo XVIII, que el artista puede y debe crear con todo aquello que lo rodea? ¿Y no fue la literatura del siglo XIX la que hizo obra con cualquier vida, cualquier acontecimiento, con lo todavía insignificante? Se sabe que Gustave Flaubert quería hacer una novela sobre la nada.
El proceso que llevó al arte a desprenderse de las reglas que organizaban sus producciones, expectaciones y reflexiones alcanza con la Fuente su carácter de evidencia, de lo ya innegable que, aunque no puede ser estridentemente rechazado, es conveniente que sea “sutilmente escatimado” (y fue la suerte que le tocó al mingitorio en la Exposición de los Independientes). La modernidad empezó, mucho antes, con ese “principio de indistinción” constitutivo, según el cual nada es arte y todo puede serlo. El mundo del arte todavía se retuerce por el efecto de esta indistinción [indigestión]. El orden, por definición, pretende la supervivencia. Por eso, cuarenta años después-de-Duchamp, el comité organizador del Salón de Nuevas Realidades trató de convencer a Yves Klein (incluso con una llamada telefónica a su madre) de que agregara una línea a su monocromo naranja, una línea que lo convirtiera en pintura, quizá desganada pero aceptable pintura. Y cien años después-de-Duchamp todavía es necesario defender los trapos que ganan premios artísticos (como fue el caso del trapo Sin título de Agustina Quiles, en 2016).
Duchamp le recordó al siglo XX cómo jugar al arte una vez que el arte se desprendió de las reglas que lo organizaban y lo convertían en un ámbito de infinitas pero claras posibilidades y restricciones (como el ajedrez). La Historia se sigue preguntando cuál es la obra de Duchamp, dónde empieza y termina cada una: ¿el vidrio (La novia puesta al desnudo por sus solteros, incluso, 1915–1923)? ¿El vidrio más sus instrucciones de uso (La caja verde, 1934)? ¿El vidrio más las otras obras que lo anticipan o lo refieren (Nueve moldes machos 1914–1915, por ejemplo)? ¿El vidrio más la historia de su devenir y de sus roturas? ¿El vidrio que nunca terminó? Este gran “hacedor” de obras indeterminadas hizo evidente que el arte de la modernidad es un juego serio en el que cada movimiento no sólo negocia el sentido sino que re negocia también las reglas del juego (como un reverso del ajedrez).
La vida de Duchamp, como toda vida, tuvo su fin. Pero la vida discursiva de Duchamp, apenas muerto, recién empezaba. Por eso “son siempre otros los que mueren”. Duchamp le recordó al siglo (de la manera más estridente, más evidente) que, desprovista de sus reglas, la vida del arte y del sentido es infinita y siempre momentánea.
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