La sala de exposiciones temporarias del Museo Nacional de Bellas Artes se aparece ante el espectador en toda su amplitud. Con solo un tabique divisorio que apenas obstaculiza la visión, el ojo es libre de vagar por todo el espacio. La blancura de la sala y la ventana abierta al exterior en plena tarde de primavera le dan al ambiente un aire diáfano y luminoso. El ojo mira y la persona ve: se encuentra rodeado de objetos, en su mayoría blancos, situados sobre el piso. Algunos no miden más que algunos centímetros, por lo que hay que agachar la cabeza para mirarlos. Otros, un poco más altos, requieren llevar los ojos hacia arriba. Todas las obras invitan a mirar con atención, a desentrañar la simpleza que aparentan, a recorrer sus formas y descubrir las metamorfosis que se generan al movilizarse por el espacio. Estas son las obras que presenta la exhibición de esculturas de Norberto Gómez en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Las treinta y cinco piezas que van a estar expuestas hasta el 23 de diciembre forman parte de la producción reciente del artista. Sin embargo, diez de ellas son reelaboraciones que recrean obras de fines de los años sesenta y que luego se destruyeron o, en palabras del propio artista, “se transformaron en estantes”. Son obras que, en principio, parecen sencillas. Formas geométricas, pintadas de un blanco homogéneo (algunas pocas tienen algunas partes negras), en donde no ha quedado huella de la mano del artista que las ha concebido. Esculturas que se ven diferente al moverse por el espacio, formas que se esconden detrás de otras, colores que aparecen o desaparecen. De una línea plana a un rectángulo erguido, de un cuadrángulo en posición horizontal a otro en vertical, las formas se desarman para volver a construir(se), mientras mantienen su estructura original o generan otras nuevas.
Del otro lado de la sala, las obras recientes de Gómez –realizadas entre 2014 y 2016– mantienen la blancura y el uso de la geometría, pero sus formas se imbrican. De esta manera, crean estructuras más complejas que recuerdan arquitecturas imposibles y tipografías de letras inventadas.
Sea cual sea la obra que se contemple, todas realizan una propuesta y todas plantean un desafío. Esto es más palpable, más evidente al estar ante una obra abstracta, en donde no se cuenta con la siempre confiable y conocida figuración. Nos sentimos invitados, entonces, a desentrañar la intención de la obra, encontrar cuál es la propuesta del artista, tratar de descifrar por qué presenta Del cilindro al círculo y no un David a la manera de Miguel Ángel.
Es en la historia del arte en donde debemos indagar para tratar de resolver el desafío.
Las esculturas que Gómez realizó durante la década del sesenta son fácilmente asimilables con el arte minimalista. Son esculturas que se sirven de la geometría como contracara evidente de la figuración. Los objetos se presentan a sí mismos de forma estática y no gestual: se resalta, justamente, su carácter de objeto. De esta manera, al reducir al mínimo las relaciones internas al objeto, el interés se traslada a las relaciones que se establecen entre el objeto y el espectador: el espacio entre uno y otro se vuelve fundamental como mediador que posibilita la experiencia estética. Es necesario habitar ese espacio, detenerse ante el objeto, mirarlo, recorrerlo. Los objetos minimalistas tuvieron la capacidad de activar el espacio del espectador, instándolo a moverse y a descubrir cómo las obras cambian a medida que uno se traslada, que cambia el punto de vista. La experiencia se hace aquí carne, y evidencia una de las leyes de la teoría de la Gestalt: la percepción de la obra es inmediata sólo por el instante en que aprehendemos la forma, pero la experiencia de la obra sólo puede existir en el tiempo.
Mirar. Recorrer. Trasladarse. Moverse. Esa es la propuesta por la que Gómez había apostado en los años sesenta y que recupera en sus obras contemporáneas. Con evidentes diferencias en estas últimas donde, si bien no hay una clara figuración, es más factible encontrar alguna asociación con una figura conocida: una persona sentada, una frase de cartelería con letras de un alfabeto inventado. De todas maneras –y más allá de todas las asociaciones formales que se quieran buscar– la propuesta parece ser la misma: detenerse ante la obra, asumir el espacio entre ella y el espectador, para recorrerla y vivir la experiencia estética que nos propone.
Es de significativo interés que, cuarenta años después, Gómez vuelva a apelar a este lenguaje anicónico para suscitar la experiencia estética en el espectador. Durante ese largo intervalo sus obras viraron hacia otras direcciones. La figuración emergió como el recurso principal para metaforizar acerca de las circunstancias históricas del país. Durante la larga noche de la Dictadura Militar fueron los “despojos” los que hablaron acerca del destino dramático de la muerte y luego, hacia los años ochenta, las armas y elementos de tortura evidenciaron la violencia a través de sus instrumentos materiales. También sus “personajes grotescos” y las arquitecturas acompañaron el momento figurativo de su producción.
¿Cuál fue el motivo que lo llevó a retomar las búsquedas de los años sesenta? Tal vez, ante la velocidad y fugacidad de la actualidad, el proponerle al espectador un tiempo: uno que sirva para recorrer la muestra y para vivir la experiencia estética. Un tiempo que es necesario experimentar, que debe ser vivido, y que no puede quedar plasmado en una selfie.Martes a viernes, de 11 a 20, y sábados y domingos de 10 a 20.