Teníamos cita a las 14:00. Toqué el timbre y desde el pequeño altavoz afirmó sin preguntar que ya bajaba. Esperaba, claro. Eran las 14:01 y cuando lo conocí intuí sin saber por qué que le gustaba la puntualidad. Abre la puerta y otra vez noto su barba, corta, enmarañada y densa.
Habíamos quedado en parte por trabajo y en parte porque le dije que quería conocer su taller. Tenía sentido: él decía querer vender unos libros y yo trabajo en una librería anticuaria. Yo sabía, sin embargo, desde que me contó de sus libros, que no podíamos comprarle ninguno. Sí, decía que los vendería, pero los ama tanto que no podríamos pagarle el valor sentimental agregado. Cosas extrañamente intuitivas y escasamente prácticas que aprendí a ver trabajando en la libre.
—No es que los venda porque necesite la plata —dijo; decidí que no le haría ningún ofrecimiento y se acabó la visita por trabajo. Empezaba la visita que quería: conocer al artista. Con 86 años sigue trabajando y exponiendo. Al día siguiente viajaba a Montevideo a llevar sus obras más recientes para la exposición del bicentenario de la Biblioteca Nacional de Uruguay. Estaba un poco preocupado por si lo paraban en las aduanas, y al final, cuando coordinábamos una visita con mi jefa, me dijo: —Mañana tengo que contrabandear. Si me agarran, vuelvo el mismo día y el viernes pueden venir. Y si las cosas salen bien, me quedo allá una semana.
Tiene una colección hermosa. De las paredes de su departamento cuelgan obras de Arden Quin, Polesello, Macció, Víctor Chab, Pedro Roth —En ese momento entre nosotros nos cambiábamos cuadros, los guardo con cariño porque éramos todos amigos—. Además de muchísimos libros de arte (sobre todo de vanguardias) me mostró unos libros de artista de Víctor Chab. Mencioné que me encantan los libros de artista como formato y me contó que él también hizo. Me dejó solo unos minutos en el taller y trajo uno suyo: una enorme encuadernación en tela arpillera y cartón titulada El laberinto en su tinta. Juan Markarian por Eduardo Markarian.
Quién será JuanMarkarian, pensé como con inercia apenas agarré el libro.
—Yo —me dice y me doy cuenta de que en realidad lo había dicho en voz alta—, soy yo, en mi documento soy Juan, pero me enteré a los siete años y crecí siendo Eduardo. Mis padres tampoco lo sabían. Fue culpa de un tío borracho que anotó en el registro civil más o menos a veinte familiares, primos y primas, con ese nombre. Allá en Montevideo me quedan todavía algunas primas llamadas Juan.
Hace unos días hablé de nuevo con él y me contó que efectivamente lo habían agarrado en la aduana esa vez. Casi le retienen toda su obra y se tuvo que volver, pero lo intentó de nuevo a través de burocracias kafkianas y de las agobiantes (me cuenta) formalidades legales que implica exportar tus propias obras de arte. Lo logró al segundo intento. —Mirá, de pintor surrealista me convertí en exportador de obras de arte, pero terminó saliendo todo bien— me dijo riendo por teléfono. Recordé lo que pensaba cuando caminaba por la plaza del Congreso yéndome de su departamento la primera vez. Le gusta la puntualidad porque no para un segundo.Sabe lo que quiere y el tipo no se va a rendir.Y menos a los 86.
Cruzarme con la vida de Markarian me hizo recordar un libro que me movió mucho el año pasado. El mito de Sísifo, de Albert Camus, arranca diciendo que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Somos un pedazo de carne flotando sobre una roca enorme en un punto completamente aleatorio de un universo indiferente. Todas nuestras penas, nuestros dolores, nuestros esfuerzos y nuestros logros no cambian eso. Parece absurdo entonces, sub specie aeternitatis, hacer algo de nuestras vidas, y mucho más absurdo pareciera ser el arte. Sé que Camus (ya que no se suicidó) encontró una respuesta.
Por Kevin Sandow