El arte y la caminata eterna de Sísifo: Markarian

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El arte y la caminata eterna de Sísifo: Markarian

En una cuadra de edificios viejos, cerca del Congreso, vive Eduardo Markarian. Hijo de sobrevivientes del genocidio armenio, que erraron por el mundo un poco más de 10 años antes de encontrar refugio en Uruguay, Markarian nació en Montevideo en 1930. Es pintor autodidacta y está radicado en Buenos Aires desde 1950: desde entonces expuso individualmente más de 25 veces.

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Te­nía­mos cita a las 14:00. To­qué el tim­bre y des­de el pe­que­ño al­ta­voz afir­mó sin pre­gun­tar que ya ba­ja­ba. Es­pe­ra­ba, cla­ro. Eran las 14:01 y cuan­do lo co­no­cí in­tuí sin sa­ber por qué que le gus­ta­ba la pun­tua­li­dad. Abre la puer­ta y otra vez noto su bar­ba, cor­ta, en­ma­ra­ña­da y den­sa.

Ha­bía­mos que­da­do en par­te por tra­ba­jo y en par­te por­que le dije que que­ría co­no­cer su ta­ller. Te­nía sen­ti­do: él de­cía que­rer ven­der unos li­bros y yo tra­ba­jo en una li­bre­ría an­ti­cua­ria. Yo sa­bía, sin em­bar­go, des­de que me con­tó de sus li­bros, que no po­día­mos com­prar­le nin­guno. Sí, de­cía que los ven­de­ría, pero los ama tan­to que no po­dría­mos pa­gar­le el va­lor sen­ti­men­tal agre­ga­do. Co­sas ex­tra­ña­men­te in­tui­ti­vas y es­ca­sa­men­te prác­ti­cas que apren­dí a ver tra­ba­jan­do en la li­bre.

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—No es que los ven­da por­que ne­ce­si­te la pla­ta —dijo; de­ci­dí que no le ha­ría nin­gún ofre­ci­mien­to y se aca­bó la vi­si­ta por tra­ba­jo. Em­pe­za­ba la vi­si­ta que que­ría: co­no­cer al ar­tis­ta. Con 86 años si­gue tra­ba­jan­do y ex­po­nien­do. Al día si­guien­te via­ja­ba a Mon­te­vi­deo a lle­var sus obras más re­cien­tes para la ex­po­si­ción del bi­cen­te­na­rio de la Bi­blio­te­ca Na­cio­nal de Uru­guay. Es­ta­ba un poco preo­cu­pa­do por si lo pa­ra­ban en las adua­nas, y al fi­nal, cuan­do coor­di­ná­ba­mos una vi­si­ta con mi jefa, me dijo: —Ma­ña­na ten­go que con­tra­ban­dear. Si me aga­rran, vuel­vo el mis­mo día y el vier­nes pue­den ve­nir. Y si las co­sas sa­len bien, me que­do allá una se­ma­na.

Tie­ne una co­lec­ción her­mo­sa. De las pa­re­des de su de­par­ta­men­to cuel­gan obras de Ar­den Quin, Po­le­se­llo, Mac­ció, Víc­tor Chab, Pe­dro Roth —En ese mo­men­to en­tre no­so­tros nos cam­biá­ba­mos cua­dros, los guar­do con ca­ri­ño por­que éra­mos to­dos ami­gos—. Ade­más de mu­chí­si­mos li­bros de arte (so­bre todo de van­guar­dias) me mos­tró unos li­bros de ar­tis­ta de Víc­tor Chab. Men­cio­né que me en­can­tan los li­bros de ar­tis­ta como for­ma­to y me con­tó que él tam­bién hizo. Me dejó solo unos mi­nu­tos en el ta­ller y tra­jo uno suyo: una enor­me en­cua­der­na­ción en tela ar­pi­lle­ra y car­tón ti­tu­la­da El la­be­rin­to en su tin­ta. Juan Mar­ka­rian por Eduar­do Mar­ka­rian.

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Quién será Juan­Mar­ka­rian, pen­sé como con iner­cia ape­nas aga­rré el li­bro.

—Yo —me dice y me doy cuen­ta de que en reali­dad lo ha­bía di­cho en voz alta—, soy yo, en mi do­cu­men­to soy Juan, pero me en­te­ré a los sie­te años y cre­cí sien­do Eduar­do. Mis pa­dres tam­po­co lo sa­bían. Fue cul­pa de un tío bo­rra­cho que anotó en el re­gis­tro ci­vil más o me­nos a vein­te fa­mi­lia­res, pri­mos y pri­mas, con ese nom­bre. Allá en Mon­te­vi­deo me que­dan to­da­vía al­gu­nas pri­mas lla­ma­das Juan.

 

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Hace unos días ha­blé de nue­vo con él y me con­tó que efec­ti­va­men­te lo ha­bían aga­rra­do en la adua­na esa vez. Casi le re­tie­nen toda su obra y se tuvo que vol­ver, pero lo in­ten­tó de nue­vo a tra­vés de bu­ro­cra­cias kaf­kia­nas y de las ago­bian­tes (me cuen­ta) for­ma­li­da­des le­ga­les que im­pli­ca ex­por­tar tus pro­pias obras de arte. Lo lo­gró al se­gun­do in­ten­to. —Mirá, de pin­tor su­rrea­lis­ta me con­ver­tí en ex­por­ta­dor de obras de arte, pero ter­mi­nó sa­lien­do todo bien— me dijo rien­do por te­lé­fono. Re­cor­dé lo que pen­sa­ba cuan­do ca­mi­na­ba por la pla­za del Con­gre­so yén­do­me de su de­par­ta­men­to la pri­me­ra vez. Le gus­ta la pun­tua­li­dad por­que no para un segundo.Sabe lo que quie­re y el tipo no se va a rendir.Y me­nos a los 86.

Cru­zar­me con la vida de Mar­ka­rian me hizo re­cor­dar un li­bro que me mo­vió mu­cho el año pa­sa­do. El mito de Sí­si­fo, de Al­bert Ca­mus, arran­ca di­cien­do que “No hay más que un pro­ble­ma fi­lo­só­fi­co ver­da­de­ra­men­te se­rio: el sui­ci­dio. Juz­gar si la vida vale o no vale la pena de vi­vir­la es res­pon­der a la pre­gun­ta fun­da­men­tal de la fi­lo­so­fía”. So­mos un pe­da­zo de car­ne flo­tan­do so­bre una roca enor­me en un pun­to com­ple­ta­men­te alea­to­rio de un uni­ver­so in­di­fe­ren­te. To­das nues­tras pe­nas, nues­tros do­lo­res, nues­tros es­fuer­zos y nues­tros lo­gros no cam­bian eso. Pa­re­ce ab­sur­do en­ton­ces, sub spe­cie ae­ter­ni­ta­tis, ha­cer algo de nues­tras vi­das, y mu­cho más ab­sur­do pa­re­cie­ra ser el arte. Sé que Ca­mus (ya que no se sui­ci­dó) en­con­tró una res­pues­ta.

Por Ke­vin San­dow