¿Qué es lo primero que asociamos con la palabra carnaval? Supongo que depende de a quien uno se lo pregunte. Hoy por hoy muchos dirán (¡y con alegría!) feriado. Pero otros… ¿Murga? ¿Espuma? ¿Juego? ¿Barrio?
Si en algo podremos coincidir todos, probablemente sea que el carnaval tiene que ver con la palabra fiesta. Porque el carnaval es celebración. Una de muy larga data, de hecho, que aún hoy tiene lugar en la mayoría de los países occidentales. Y esto se debe a que designa el período del calendario cristiano que desemboca en la cuaresma, es decir, el previo a los cuarenta días antes de Pascua. Previo a los cuarenta días de preparación para el “paso” que implica la Resurrección.
Carnaval es entonces un período de contraste, de oposición a la abstinencia cuaresmal. Pero podemos ir más atrás para rastrear un probable origen de esta fiesta, y encontrarlo en las celebraciones paganas y bacanales, con las que lentamente el catolicismo homologó sus fechas. Festividades en las que se dejaba de trabajar para comer, beber y reunirse en las calles. Momentos diferentes a lo cotidiano, de despilfarro. Carnaval siempre fue y es hoy un fin en sí mismo, liberación y éxtasis. Y, al igual que las bacanales, estuvo compuesto desde el comienzo por tres elementos infaltables: la comida (sobre todo el consumo excesivo de carne, alimento que no solo estaba prohibido en la cuaresma, sino que también era muy poco habitual en la Edad Media y el Renacimiento), el sexo (presente en acto, pero también en miles de alusiones, dobles sentidos y símbolos fálicos), y la violencia.
el carnaval de Venecia, un clásico europeo.
El carnaval europeo de la época de las monarquías no sólo se oponía al período de preparación para la Pascua, sino a la vida diaria por completo. Era la encarnación del “mundo al revés”: se veían desde inversiones físicas -como gente caminando cabeza abajo- hasta de relaciones: los alumnos pegando al profesor, los pobres dando limosna a los ricos… Era el momento de eliminar las castas y los roles. No había poder superior ni inferior, no existía lo clerical y lo secular, no había femenino y masculino. Había, en cambio, libertad y movimiento, libre albedrío. Y aunque se pueda leer esta inversión como una protesta contra el orden social vigente, estas acciones eran en realidad un intento de preservar, e incluso reforzar, el poder dominante.
El carnaval funcionaba como una suerte de “válvula de seguridad”, en la que la gente liberaba su yo cotidiano, confiriéndole al mismo un sentimiento de impunidad. Y la finalización del carnaval con obras teatrales en las que se volvía a la normalidad, o se representaba incluso la ejecución y el funeral del “carnaval” en forma humana deben interpretarse como una demostración pública de que el tiempo del éxtasis había finalizado, y era hora de encarar un regreso serio a la normalidad.
Pero mientras la fiesta duraba ¿cómo hacer que el hombre sea mujer? ¿Cómo confundir un plebeyo con un cura? ¿Un humano con un animal salvaje? ¿Cómo negar la propia identidad y transformarnos en otra cosa?
Esto tiene que ver con otra tradición muy grande del carnaval, casualmente, la palabra que me viene a mí a la cabeza cuando pienso en estas fiestas: las máscaras. Las que dejan el rostro escondido, pero sobre todo, transmutado en otra cosa. Las que hacen que la identidad se transforme, deje de ser la del portador y se torne la representada.
Lo que ocurrió con el carnaval cuando la religión cruzó el océano fue sumamente interesante. Aquí no solo había fiestas vinculadas a las divinidades locales que fueron superponiendo sus fechas con las de la cristiandad como en el caso de las bacanales, ¡sino que también había máscaras!
Pero hay que destacar que en el contexto cultural etnográfico la máscara cumplía y cumple una doble función: no sólo tiene un carácter simbólico-social y representa algo para quien la mira (como en el caso del carnaval europeo) sino que genera un vínculo indisoluble con el sujeto que la porta, quien generalmente es también quien la ha fabricado.
La máscara para las culturas originarias sería entonces una especie de membrana que hilvana dos mundos muy diferentes: aquel que va hacia afuera, hacia el espectador, y aquel que va hacia adentro, hacia quien la utiliza. De hecho la palabra misma máscara proviene etimológicamente de la lengua provenzal masco, una palabra que designaba indistintamente al objeto y al sujeto que utilizaba el objeto.
En el contexto sagrado se establece una identificación con el símbolo que va sobre el rostro, represente a quien represente (generalmente, dioses o fauna regional que encarnan los poderes y fuerzas más profundas de la comunidad), así como también la máscara en el carnaval europeo encarnaba el símbolo de aquello que el portador “deseaba ser” en aquel momento. Y si bien ocultaba el rostro y brindaba anonimato, sí producía un efecto de identificación hacia el la subjetividad del portador, permitiéndole transformarse en un “otro” por cierto tiempo. Las máscaras ocupaban un lugar fundamental en el ritual americano precolombino. Desde los selk´nam en el sur de nuestro país hasta en sociedades tan desarrolladas como la azteca, donde incluso eran portadas por los mismos dioses. No es de extrañar entonces que se trasladaran sin prejuicios a la tradición del carnaval americano a medida que éste se fue instalando en nuestro continente.
Dibujo de la base de una gran escultura azteca que representa a la diosa Coatlicue, en la que se ve a la divinidad de la tierra portando la máscara del dios de las lluvias, Tlaloc.
Sin ir más lejos, el carnaval del norte de nuestro país mezcla la tradición cristiana con la de las culturas originarias, sin que esto implique una contradicción para ninguna de las culturas implicadas. A la superposición de fechas rituales con las cristianas se puede agregar otra más importante, como es el hecho de que la virgen María sea también entendida como la madre de la que emerge el alimento, la pacha mama. Y si bien no están mezcladas al punto de la confusión (ningún norteño dirá que son la misma cosa) tampoco pueden separarse fácilmente: y se hace la señal de la cruz al abrir la apacheta y desenterrar al diablo, y los personajes salen del monte pero también de las iglesias, y se vuelca chicha en el piso para celebrar el día de la Virgen.
Desentierro del diablo en Uquía, Jujuy.
Se genera así un llamado “sincretismo”, que para algunos no es tal, sino más bien una deliberada forma de ocultar y camuflar las antiguas creencias en las nuevas. El Carnaval es, sin lugar a dudas, polisémico, y superpone cosas diferentes para personas distintas. Los significados cristianos se camuflaron con los paganos sin que éstos fueran totalmente eliminados, y hacen de esta fiesta-rito un gran contenedor de mensajes simultáneos.
Llegó un nuevo febrero. Quizá no salgamos a jugar, quizá no fabriquemos nuestras propias máscaras, pero podemos aprovechar para imaginar cuál es la que nos gustaría portar este año frente al mundo. ¿Quién te gustaría ser este carnaval?