Halloween. Noche de Brujas. Día de muertos. Todos los Santos. Mil nombres se arremolinan en un par de días en los que, nosotros los argentos, leemos que algunos adinerados buscan vendernos golosinas y merchandising. Y aunque lo vinculamos directamente con las más recalcitrantes tradiciones yankees, lo cierto es que Halloween (All Hallows’ Eve)tiene su origen en el mundo anglosajón. Es una celebración celta que se ha convertido en nada más y nada menos que la vísperas al día de Todos los Santos —1 de Noviembre—, en el que el catolicismo recuerda a los difuntos que lograron atravesar el pantano del purgatorio para alcanzar la vida eterna (y como en los inicios de la cristiandad los martirios eran no sólo frecuentes sino grupales, tiene sentido que se haya escogido un único día para recordarlos a todos).
Muerte y vida. La distancia entre ambos estados camina por un hilo tan delgado como un suspiro, y todas las culturas de la historia lo han recorrido, de puntillas o pisando fuerte. “Memento mori”, dijeron los latinos y recordó toda la historia de la pintura occidental por medio de las furtivas calaveras a los márgenes de los lienzos. “Recuerda que vas a morir”: un llamado a la mesura cristiana y la preparación para la vida eterna.
Por su parte, la tradición de la víspera de Todos los Santos en España siempre fue dejar flores en la tumba de los ya fallecidos para recordarles el amor de sus allegados y desearles el mejor de los caminos en el “más allá”. Hacia el siglo XVI, los pétalos cruzaron el mar junto con marinos colonizadores, y con ellos también las calaveras. Símbolos vinculados a la muerte y a la memoria, que se fueron mezclando con las tradiciones locales en el Nuevo Continente.
Los habitantes prehispánicos del actual territorio mexicano ya rendían un homenaje a sus difuntos antes de la llegada de las flores occidentales. Coincidente con el tiempo de cosechas de agosto, buscaban traer a sus ausentes para compartir con ellos los bienes que la tierra les brindaba, alimentarlos y recordarles sus historias y leyendas hasta que regresaran a visitarlos el próximo año. La tradición se mezcló con las nuevas costumbres, generando con el paso del tiempo lo que es hoy una de las fiestas populares más importantes del país, con sitio el 2 de noviembre: la noche de los muertos. La noche de visitar los cementerios con flores pero también —sobre todo— con alegría. La noche de la fiesta, la comida, las velas, la música. La noche de los muertos que bailan, que comparten el regocijo de los vivos, de la calavera sonriente vestida de gala.
¿Pero de dónde sale originalmente esta huesuda con sombrero? Su historia empieza durante el porfiriato, en la gesta de la Revolución Mexicana (comienzos del siglo XX). Por entonces se hicieron populares textos elaborados por las clases trabajadoras que criticaban tanto la situación del país como a la burguesía. En ese contexto de publicaciones y revistas fue muy recurrente la figura del esqueleto, sobre todo a través de los grabados del ilustrador y caricaturista José Guadalupe Posadas (1852–1913). Cargados de las cualidades de los cuerpos en vida, los muertos de Posadas iban vestidos, bailando y fumando, tanto en las fiestas de alta sociedad como en el más humilde de los barrios. La calavera permitía remitir a nadie y a todos a la vez, al tiempo que cargaba de comicidad y sátira los atributos de los que hacía gala. Si eran las plumas y las copas, el mundo elegante de la burguesía. Si eran los caballos y los uniformes de los trabajadores, las circunstancias de la vida cotidiana. El hueso sin piel no hace distinción de color ni clase: “La calavera, a fin de cuentas, es democrática”, diría Posadas.
La versión original de lo que hoy conocemos como La catrina es un grabado en metal que fue publicado en un diario de 1910. El nombre original es Calavera Garbancera, que hace alusión a aquellos indígenas que “pretendían” ser europeos y renegaban de su propia raza. De ahí aparentemente el sombrero de estilo francés, cargado de ostentosas plumas.
La imagen trascendió ya en ese entonces, pero fue el reconocido pintor Diego Rivera quien le dio tanto el nombre que lleva hoy como sus atributos femeninos y de cuerpo entero: el vestido largo y la estola de plumas. El más famoso de la conocida “trinidad revolucionaria” (con Orozco y Siqueiros cerrando el triángulo) plasmó a este encantador personaje en uno de sus más famosos murales: Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Allí aparece retratada la catrina en el centro, del brazo de su creador y tomando la mano de un joven Diego que se para delante de la inconfundible Frida Kahlo. El mural, que fue realizado originalmente para colocarse en un hotel y hoy está en el Museo Diego Rivera (exactamente en el centro de la Alameda Central, D.F.) fue pintado al fresco en 1947 y mide más de 15 metros de largo por 5 de alto.
Inmortalizada en la pared y en el grabado, reproducida al infinito en postales y pequeños souvenirs, y traducida en personajes de papel maché (típicos de la cultura popular mexicana), las calaveras se tiñeron de este lado del océano de sol y color. Nos siguen visitando cada noviembre para recordarnos que nunca seremos tan diferentes como creemos, y que si ya conocemos el inevitable final de nuestro cuento ¿Por qué no esperarlo bailando?