“Bajo la planta sonante/ del ágil potro arrogante/ el duro suelo temblaba,/ y envuelto en polvo cruzaba/ como animado tropel,/ velozmente cabalgando; veíanse lanzas agudas,/ cabezas, crines ondeando,/ y como formas desnudas/ de aspecto extraño y crüel”.
Con seguridad Ángel della Valle, artista argentino nacido en 1852 y formado en Europa, no era ajeno a estas palabras escritas por Esteban Echeverría en 1837 cuando decidió pintar lo que se convertiría en una de las obras paradigmáticas de nuestra identidad nacional: La vuelta del malón.
El asunto del indígena en acción mostrando su “salvajismo” era muy conocido para el público porteño de fines de siglo XIX, capaz de comprender la escena de la pintura a simple vista: un conjunto de indios regresando a sus dominios luego de un saqueo. En este caso particular, unos oscuros nubarrones en el cielo son acompañados por un atropellado tumulto que atraviesa la inmensidad portando orgulloso sus botines, entre los que destacan elementos de una iglesia profanada y… a una mujer.
El contraste de tono entre el malón de barro y la porcelanada piel femenina no es sólo visual, sino también conceptual. Y más allá de las connotaciones eróticas y cosificadoras sobre las que podríamos girar al analizar a esta indefensa dama atrapada en brazos ajenos, la época de creación de esta pintura nos exige ir más allá. Blanco y negro. Ellos y nosotros. La escena del malón en el S. XIX era un medio más para generar y naturalizar un encasillamiento para un otro que podía variar (indio, gaucho, inmigrante) pero que siempre sería (¿es?) nuestro reflejo invertido. Y dentro de este juego de antagónicos, el femenino simbolizaría no sólo el lugar de posesión del masculino, sino también -y sobre todo- el de bien arrebatado que está habilitando la violencia contra el raptor.
Casi un siglo y medio después de la ejecución de esta pintura, cerca del el año del bicentenario de la Revolución de mayo, Alberto Passolini se detiene en esta imagen icónica y nos propone volverla a mirar realizando una apropiación que conserva todos los elementos de la obra decimónica. Unas formas caricaturescas, con miradas tiernas, cabezas enormes y ojos simpáticos rompen con el canon naturalista de Della Valle, contribuyendo además a quitar dramatismo a la obra. Fuera de eso, los ojos sienten reconocer todo lo ya descrito: nubes oscuras que generan una diagonal ascendente de derecha a izquierda dejando ver detrás el cielo despejado; la lanza y la cruz que sobresalen del conjunto de personajes, los caballos que respetan poses y relinchos, el perro acompañando el galope. El malón de pieles morenas genera un conjunto uniforme del que destaca un cuerpo blanco, durmiente e indefenso, en el caballo que encabeza la huida. Y sin embargo, al centrarnos en este personaje surge la diferencia principal: la cautiva de Della Valle es, en este caso, un cautivo, y el malón que escapa está compuesto por mujeres. No nos llevamos ninguna sorpresa sino más bien una sonrisa entonces, cuando al buscar el nombre de la imagen nos encontramos con…Malona.
De enorme formato (2,60 x4,60 m), esta obra de “Passo”, autodidacta nacido en San Fernando (Buenos Aires) es una de las apropiaciones más conocidas del artista. Junto con ella hay otras de Pueyrredón, de gauchos y símbolos patrios, así como una recurrente zambullida en el mar azul y rojo de la simbología unitaria y federal. Lo femenino es una constante. Passolini juega por medio de sus imágenes a poner los presupuestos entre signos de pregunta, cambiando de lugar las fichas del tablero del mito.