Probablemente muchos la conozcan. Sin pan y sin trabajo fue comenzada por Ernesto de la Cárcova durante su período de estudios en Roma y terminada ya en Buenos Aires, en 1893. Tuvo excelente repercusión, a pesar de retratar un tema un poco “sensible” para le época. ¿La razón? Como bien señala la historiadora del arte Laura Malosetti Costa[1], la pobreza que retrataba la pintura no fue leída en términos de crítica social por el público bonaerense que visitó el II Salón del Ateneo, en 1894. Aún así, podemos coincidir con ella en que la imagen está cargada de enorme fuerza expresiva. A tal punto es así, que no extraña saber que hoy en día esa misma imagen sigue siendo paradigmática para nuestra identidad nacional, al punto de ser tomada alguna que otra vez como bandera en las protestas sociales.
A la contundencia de la línea de la pintura, se suma la búsqueda de formas expresivas que dejen atrás tanto las referencias románticas como la exaltación al pasado clásico (dos variables claves de la pintura del siglo XIX). De la Cárcova atraviesa su composición con múltiples diagonales que ayudan a desestabilizar una silla desde la que un hombre –puño cerrado y hoz en la mesa- mira una fábrica por la ventana al tiempo que nos oculta su rostro. Colores de tono bajo y monocorde, sombras profundas y gestos intensos, acentúan el dramatismo y la incertidumbre de los personajes. Toda la escena está pintada con un efecto de contraluz que enfatiza cada uno de los elementos, forzando al espectador a detenerse en ellos. Y dentro de esa maraña de complejos juegos de tensiones, un vínculo especial se desarrolla entre dos personajes.
Seguramente ese juego entre el contundente gesto del hombre y la nostálgica mujer con su carga viva en brazos sea lo más llamativo en la obra de De la Cárcova. Tomás Espina parece estar de acuerdo y redoblar la apuesta. Artista argentino nacido en 1975, Espina está formado en la práctica del grabado y la gráfica tradicional. Su trabajo habitualmente parte de imágenes preexistentes (provenientes de la fotografía periodística, de los medios de comunicación, de la historia del arte), cuyo común denominador es el registro de la cultura en momentos de crisis o peligro. Esto se ve cristalizado en sus obras a través del trabajo con materiales agresivos o que poseen un alto grado de inestabilidad y permanecen en la obra a través del registro residual: hollín, carbonilla y sobre todo (elemento que lo ha hecho famoso) la pólvora.
En sp y st, del 2002, Espina se apropia de Sin pan y sin trabajo a través de una reproducción dibujada con carbonilla, realizada sobre una pared de su estudio. El producto final es una fotografía en la que aparece el propio artista colocado desnudo en medio del dibujo, en el sitio que en la pintura “original” lo tiene una mujer. No respeta la postura del personaje ni sus vestimentas, tampoco lleva el bebé en brazos, pero sí respeta la dirección de la mirada. Los ojos de la mujer no miran ni al interior oscuro de la casa, ni a su hijo hambriento, ni a la fábrica cerrada (cuya ausencia es evidente en la apropiación): miran al hombre, y Espina también lo mira. Pero en este caso la profunda tristeza de la mujer parece ser reemplazada por un sentimiento casi melancólico, de duda profunda. Espina mira al hombre (¿y a De la Cárcova?) y en esa mirada carga el paso del tiempo, las injusticias, las preguntas que aún hoy se mantienen activas.
Es importante que el artista elija ubicarse del lado de la delicadeza femenina (aprisionada y sin salida evidente en la imagen del siglo XIX) y no de la determinación masculina: el gesto del cuerpo desnudo y desprotegido, la cabeza apoyada sobre la mano, la mirada fija en el trabajador, muestran el sentimiento de Espina frente a aquello que estaba ocurriendo en diciembre del 2001. Retoma esta imagen y se la apropia en el contexto de crisis para volver a pensar, no solo la condición de aquellos que entonces eran “otros”, sino la de aquellos que por medio de la desocupación generalizada quedaron al borde del sistema o directamente expulsados de él. Así, vuelve a activar la imagen del pasado y entabla un diálogo con una zona lejana de nuestra memoria, a la que le suspira a través del trazo efímero de la carbonilla.
[1]Malosetti Costa, Laura, Los primeros modernos, Buenos Aires, Fondo de cultura económica, 2001.