En una habitación oscura en la que a duras penas se filtra la luz, yace un hombre en su lecho. Su cuerpo, en escorzo: los pies hacia adelante recuerdan a Mantegna, el rostro doliente y barbado lo asemeja a un Cristo. El brazo cuelga, como habiendo apretado por última vez los dedos de la mujer que llora de pie a su lado. Su aureola es un gran gorro de paja que, colgado sobre la pared, aún no sabe que ya no tendrá cabeza sobre la cual posarse. Mientras tanto, la mano femenina se retiró de la del campesino para posarse en la cara y contener el llanto. Una niña casi imperceptible se esconde entre los pliegues del vestido de su madre para enjugar las lágrimas, y más lejos, un pequeño juega sentado en el piso, ajeno a todo pero equilibrando la composición.
Eduardo Sívori, La mort d´un paysan, 1888. Museo Quinquela Martín
Realizada en óleo sobre tela y de enormes dimensiones (1,90 x 2,42m), esta pintura de Eduardo Sívori (1847–1918) fue terminada durante su segundo período de formación en París. Su lugar de origen se hace evidente no sólo por las ropas y el mobiliario que componen la escena, sino por el uso de los recursos pictóricos y los motivos plásticos: un buen uso del claroscuro, una prolija perspectiva, y un delicado tratamiento de la superficie. La temática –cotidiana pero trágica– sigue la línea abierta a mediados de siglo XIX por Gustave Courbet y Jean-François Millet que, sin alejarse de las normas convencionales de representación, protestaron contra ellas abriendo una nueva línea naturalista. La renovación pasó no tanto por los modos de pintar como por la iconografía, que viró de los temas históricos y románticos hacia los conflictos sociales contemporáneos, plasmados de una forma tan narrativa como melodramática.
Emblema del realismo del siglo XIX, Las espigadoras de Jean-François Millet, 1857. Museé d´Orsay
Si bien podría bastar con esto para adentrarnos en esta pintura, hay muchos elementos del contexto que la vuelven peculiar y única. La primera, el momento de su ejecución. Fue realizada por Sívori en 1888 para ser exhibida en el Salón Nacional de París de ese año, tan sólo doce meses después de que fuera ejecutada y enviada a Buenos Aires la polémica El despertar de la criada. Ésta (hoy una de las joyas del Museo Nacional de Bellas Artes) representa un desnudo resueltamente naturalista, en el que la pose poco ensayada de una criada vistiéndose por la mañana deja mostrar unas piernas gruesas, unos pies trabajadores, una habitación humilde. Y aunque estuvo lejos de despertar los comentarios de su antecesora (que por algunos fue no sólo considerada de muy mal gusto sino incluso pornográfica), la Muerte del paisano también traería sus historias… aunque años después.
Hacia 1936 Benito Quinquela Martín comenzó a gestar la colección que conformaría, en 1938, el primer Museo de Bellas Artes de Artistas Argentinos de La Boca (año en el que se inauguraron, además, el Museo Castagnino de Rosario y el Eduardo Sívori). Emblema del barrio que lo vio crecer, el artista argentino nacido en 1890 no se ganó su fama sólo por sus representaciones del puerto y de sus estibadores encorvados por el esfuerzo, sino y sobre todo por su accionar social. Su buen pasar económico en la madurez le permitió fundar el Museo, pero también una escuela, un lactario, una escuela de artes y oficios y un materno infantil, todos aún hoy en funcionamiento.
En cuanto al Museo que hoy pinta de colores la Vuelta de Rocha, que fue fundado tan sólo cuarenta y dos años después de la inauguración del Museo Nacional de Bellas Artes, se destacan varias particularidades. Sin concentrarse en la más llamativa (su lugar de emplazamiento en la que, por aquel entonces, era una zona bien periférica de la Ciudad de Buenos Aires), está el hecho de que su creador consideraba necesario formar una colección con la que el espectador se pudiera identificar, y de la que los niños pudieran aprender. Fue así que estableció ciertas pautas, y declaró que su museo sólo contendría obra nacional, tradicional y figurativa.
Si bien estas sencillas palabras pueden despertar muchas polémicas preguntas –qué sería considerado tradicional, cuál es el límite de la figuración, o ¡incluso!, hasta dónde un artista es o no es considerado nacional–, lo cierto es que en aquel entonces Quinquela no tenía dudas de que Sívori era un capítulo indispensable del relato de nuestra identidad pictórica argentina.
Fue en 1938 que logró hacerse con esta pintura, a la que incorporó gustoso pese a un problema evidente: si bien Sívori era argentino (y sus padres fueron genoveses dedicados a la construcción de navíos, como muchísimos habitantes de La Boca), la pintura había sido realizada en París, traía un título en francés y representaba una escena francesa. La solución fue sencilla, y a través de ella Quinquela nos da una lección de arte contemporáneo, puesto que otorga un alto valor al contenido de la obra a través del título que la acompaña: la muerte del paisano se convirtió en la muerte del marino. Y aunque Sívori no se haya enterado nunca, y a pesar de que los vestuarios de los personajes nos sigan remitiendo a alguna remota campiña francesa, no es raro que quien mira la pintura por primera vez, lea el cartel que la acompaña y comience a vislumbrar una bruma marina empañando la pequeña ventana de la habitación.