Imagen por Julián Sequeria ilustrador destacado de la Galería Vesubio de r.MUTT
Es el único refugio que tengo. Necesito estar sola. Detesto cuando Ignacio me hace eso. Siempre que tenemos que hablar de algo importante me dice de ir a un bar. Me incomoda que la gente me mire cuando lloro. Porque cada vez que hablamos de cosas delicadas, lloro. Con el tiempo aprendí a mirar por la ventana, cómo la gente pasa, los autos en la calle, las hojas secas en la vereda, por eso suelo elegir una mesa con ventana. O pido agua fría y tomo unos tragos, eso me da unos segundos para pensar qué decir. Miro el vaso y las gotas que se deslizan por el vidrio. Son segundos preciados para poder elegir las palabras. Porque cuando hablamos de cosas importantes, cada palabra cuenta. No es una conversación amena, sino es un intercambio retórico que me exige concentración. Dar mis argumentos y escuchar los suyos. Porque sus planteos, usualmente, me sacan de eje. “No sé lo que siento por vos”, “no sé qué esperar de la relación”, “no sé si quiero tener planes a futuro”. Exigencias que en ningún momento siquiera había esbozado.
Esta vez, mis estrategias no funcionaron. No pude mirar por la ventana, no pude tomar unos tragos de agua fría. Simplemente, me levanté y fui al baño. El Bar de Cao. Cuando me quedo en su casa, desayunamos aquí. Es nuestra rutina. Me gustan las mesas de madera y el trato un poco rústico de los mozos. Me traslada a otro tiempo. A una Buenos Aires de postal, una Buenos Aires bien porteña y no la de las grandes cadenas de café. El baño queda en el fondo. Primero hay un pequeño pasillo y luego dos puertas de madera con vidrios, cada una con un cartel; “Hombres” a la izquierda, “Mujeres” a la derecha. Quedaría más lindo con un estilo art nouveau pero es quizás demasiado sofisticado para el lugar. El baño está vacío, por suerte, y una luz color sepia pretendía iluminarlo. Me costó abrir la puerta, parecía trabada. Empujé y al final, cedió. Estoy en una penumbra amarilla, sintiendo mi propio perfume que compré en cuotas ayer. El de siempre, el que me pongo cada vez que voy a ver a Ignacio. A él le gusta. Me saluda, me da el beso cariñoso de siempre y luego me huele el pelo, para devolverme una sonrisa y una mirada luminosa. Hoy no.
Ahora, el perfume se mezcla con el aroma a orina y me desconcentra. Estaba ahí porque no quiero llorar delante de él. Todo estaba bien, estábamos hablando de la película de anoche. Hasta que se calló. “Estuve pensando” dijo. Algo no está bien. Me di cuenta que eso significa que hacía mucho tiempo que viene reflexionando sobre el tema. Yo no. No tenía idea lo que iba a decirme. “Estuve pensando que no sé hacia dónde vamos. Adónde va este vínculo que tenemos”. Noviazgo, decía para mis adentros. Se llama noviazgo, es la condición o estado de novio. Cuando dos personas se encuentran en pareja y aún no están casados, se dice que viven un noviazgo. Esa sería la definición. Pero mis labios quedaron sellados. Esperé a ver qué quería decirme. En realidad yo no podía hablar. Tuve miedo que me dijera que no estaba enamorado de mí, que había conocido a otra, cualquier cosa que implicara que “nuestro vínculo” no continuaría. “Pero a mí me gusta estar con vos, me gusta el tiempo que pasamos juntos”. Ahí me levanté. No quería llorar delante de él. No iba a pasar otra vez por esa situación. Prefiero estar acá y sentir el olor a orina y a humedad que desvian mi atención. Respiro por la boca, inspiro y exhalo. Siento un gusto metálico que se mezcla con el gusto al café con crema que estaba tomando. Antes no tomaba café, pero después de la muerte de mamá, casi se volvió una adicción. Café con crema en jarrito. No miraba la carta, sólo pedía eso. Fue mi hermano que una vez me dijo ”¿te das cuenta que mamá siempre tomaba café con crema?”. No, no me había dado cuenta.
El inodoro tiene una tapa. La bajo y me siento. Me agarro las sienes y las empiezo a masajear. Se me parte la cabeza. ¿Justo ahora me lo tiene que decir?, aunque no me haya dicho nada, ¿justo cuando me había olvidado de todo, justo cuando ya no estaba enojada con él?. Cuando cumplimos dos años me regaló El maestro y Margarita. En ese momento estaba fascinada con la literatura rusa, creí que no lo recordaría, no quería aburrirlo con mis desvaríos fanáticos acerca de la construcción de personajes. Miré el libro y lo miré a él. Le dije “te amo” con voz temblorosa. Y él, nada. Me besó. Sentí vergüenza por mi voz quebrada. Porque ahora él sabía que estaba enamorada.
Levanto la mirada y veo las frases escritas en la puerta color beige, algunas con marcador negro, otras con lapicera. La mayoría son declaraciones de amor. ”Pablo te amo 21/08/2007”, “Las feministas le hacen mal al feminismo”, “Aborto legal ya!”. Ridiculeces. Todo me pareció ridículo. No quiero llorar. Me aprieto la cara. Me veo al espejo. La nariz roja y la mirada vidriosa. Cierro los ojos, me concentro en inspirar y exhalar. Me miro otra vez al espejo. Sonrío y me digo que todo va a estar bien, no llores. Aún no te dijo nada, así que no hay nada de qué preocuparse. Toda va a salir bien.