Felicia escribe: “Un café con crema”

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Felicia escribe: “Un café con crema”

Imagen por Julián Sequeria, ilustrador destacado de la Galería Vesubio de r.MUTT

Felicia Litvak es la nieta de una escritora rusa que emigró a Argentina en la década de 1930, luego de la Revolución. La nombraron igual que su antecesora, y como no podía ser de otra manera, se dedica a las letras con la misma pluma de acero que su abuela. Mientras escribió esta historia, acompañó su café con una medida de vodka.

Ima­gen por Ju­lián Se­que­ria ilus­tra­dor des­ta­ca­do de la Ga­le­ría Ve­su­bio de r.MUTT

Es el úni­co re­fu­gio que ten­go. Ne­ce­si­to es­tar sola. De­tes­to cuan­do Ig­na­cio me hace eso. Siem­pre que te­ne­mos que ha­blar de algo im­por­tan­te me dice de ir a un bar. Me in­co­mo­da que la gen­te me mire cuan­do llo­ro. Por­que cada vez que ha­bla­mos de co­sas de­li­ca­das, llo­ro. Con el tiem­po apren­dí a mi­rar por la ven­ta­na, cómo la gen­te pasa, los au­tos en la ca­lle, las ho­jas se­cas en la ve­re­da, por eso sue­lo ele­gir una mesa con ven­ta­na. O pido agua fría y tomo unos tra­gos, eso me da unos se­gun­dos para pen­sar qué de­cir. Miro el vaso y las go­tas que se des­li­zan por el vi­drio. Son se­gun­dos pre­cia­dos para po­der ele­gir las pa­la­bras. Por­que cuan­do ha­bla­mos de co­sas im­por­tan­tes, cada pa­la­bra cuen­ta. No es una con­ver­sa­ción ame­na, sino es un in­ter­cam­bio re­tó­ri­co que me exi­ge con­cen­tra­ción. Dar mis ar­gu­men­tos y es­cu­char los su­yos. Por­que sus plan­teos, usual­men­te, me sa­can de eje. “No sé lo que sien­to por vos”, “no sé qué es­pe­rar de la re­la­ción”, “no sé si quie­ro te­ner pla­nes a fu­tu­ro”. Exi­gen­cias que en nin­gún mo­men­to si­quie­ra ha­bía es­bo­za­do.

Esta vez, mis es­tra­te­gias no fun­cio­na­ron. No pude mi­rar por la ven­ta­na, no pude to­mar unos tra­gos de agua fría. Sim­ple­men­te, me le­van­té y fui al baño. El Bar de Cao. Cuan­do me que­do en su casa, desa­yu­na­mos aquí. Es nues­tra ru­ti­na. Me gus­tan las me­sas de ma­de­ra y el tra­to un poco rús­ti­co de los mo­zos. Me tras­la­da a otro tiem­po. A una Bue­nos Ai­res de pos­tal, una Bue­nos Ai­res bien por­te­ña y no la de las gran­des ca­de­nas de café. El baño que­da en el fon­do. Pri­me­ro hay un pe­que­ño pa­si­llo y lue­go dos puer­tas de ma­de­ra con vi­drios, cada una con un car­tel; “Hom­bres” a la iz­quier­da, “Mu­je­res” a la de­re­cha.  Que­da­ría más lin­do con un es­ti­lo art nou­veau pero es qui­zás de­ma­sia­do so­fis­ti­ca­do para el lu­gar. El baño está va­cío, por suer­te, y una luz co­lor se­pia pre­ten­día ilu­mi­nar­lo. Me cos­tó abrir la puer­ta, pa­re­cía tra­ba­da. Em­pu­jé y al fi­nal, ce­dió. Es­toy en una pe­num­bra ama­ri­lla, sin­tien­do mi pro­pio per­fu­me que com­pré en cuo­tas ayer. El de siem­pre, el que me pon­go cada vez que voy a ver a Ig­na­cio. A él le gus­ta. Me sa­lu­da, me da el beso ca­ri­ño­so de siem­pre y lue­go me hue­le el pelo, para de­vol­ver­me una son­ri­sa y una mi­ra­da lu­mi­no­sa. Hoy no.

Aho­ra, el per­fu­me se mez­cla con el aro­ma a ori­na y me des­con­cen­tra. Es­ta­ba ahí por­que no quie­ro llo­rar de­lan­te de él. Todo es­ta­ba bien, es­tá­ba­mos ha­blan­do de la pe­lí­cu­la de ano­che. Has­ta que se ca­lló. “Es­tu­ve pen­san­do” dijo. Algo no está bien. Me di cuen­ta que eso sig­ni­fi­ca que ha­cía mu­cho tiem­po que vie­ne re­fle­xio­nan­do so­bre el tema. Yo no. No te­nía idea lo que iba a de­cir­me. “Es­tu­ve pen­san­do que no sé ha­cia dón­de va­mos. Adón­de va este víncu­lo que te­ne­mos”. No­viaz­go, de­cía para mis aden­tros. Se lla­ma no­viaz­go, es la con­di­ción o es­ta­do de no­vio. Cuan­do dos per­so­nas se en­cuen­tran en pa­re­ja y aún no es­tán ca­sa­dos, se dice que vi­ven un no­viaz­go. Esa se­ría la de­fi­ni­ción. Pero mis la­bios que­da­ron se­lla­dos. Es­pe­ré a ver qué que­ría de­cir­me. En reali­dad yo no po­día ha­blar. Tuve mie­do que me di­je­ra que no es­ta­ba enamo­ra­do de mí, que ha­bía co­no­ci­do a otra, cual­quier cosa que im­pli­ca­ra que “nues­tro víncu­lo” no con­ti­nua­ría. “Pero a mí me gus­ta es­tar con vos, me gus­ta el tiem­po que pa­sa­mos jun­tos”. Ahí me le­van­té. No que­ría llo­rar de­lan­te de él. No iba a pa­sar otra vez por esa si­tua­ción. Pre­fie­ro es­tar acá y sen­tir el olor a ori­na y a hu­me­dad que des­vian mi aten­ción. Res­pi­ro por la boca, ins­pi­ro y ex­ha­lo.  Sien­to un gus­to me­tá­li­co que se mez­cla con el gus­to al café con cre­ma que es­ta­ba to­man­do. An­tes no to­ma­ba café, pero des­pués de la muer­te de mamá, casi se vol­vió una adic­ción. Café con cre­ma en ja­rri­to. No mi­ra­ba la car­ta, sólo pe­día eso. Fue mi her­mano que una vez me dijo ”¿te das cuen­ta que mamá siem­pre to­ma­ba café con cre­ma?”. No, no me ha­bía dado cuen­ta.

El inodo­ro tie­ne una tapa. La bajo y me sien­to. Me aga­rro las sie­nes y las em­pie­zo a ma­sa­jear. Se me par­te la ca­be­za. ¿Jus­to aho­ra me lo tie­ne que de­cir?, aun­que no me haya di­cho nada,  ¿jus­to cuan­do me ha­bía ol­vi­da­do de todo, jus­to cuan­do ya no es­ta­ba enoja­da con él?. Cuan­do cum­pli­mos dos años me re­ga­ló El maes­tro y Mar­ga­ri­ta. En ese mo­men­to es­ta­ba fas­ci­na­da con la li­te­ra­tu­ra rusa, creí que no lo re­cor­da­ría, no que­ría abu­rrir­lo con mis des­va­ríos fa­ná­ti­cos acer­ca de la cons­truc­ción de per­so­na­jes. Miré el li­bro y lo miré a él. Le dije “te amo” con voz tem­blo­ro­sa. Y él, nada. Me besó. Sen­tí ver­güen­za por mi voz que­bra­da. Por­que aho­ra él sa­bía que es­ta­ba enamo­ra­da.

Le­van­to la mi­ra­da y veo las fra­ses es­cri­tas en la puer­ta co­lor bei­ge, al­gu­nas con mar­ca­dor ne­gro, otras con la­pi­ce­ra. La ma­yo­ría son de­cla­ra­cio­nes de amor. ”Pa­blo te amo 21/08/2007”, “Las fe­mi­nis­tas le ha­cen mal al fe­mi­nis­mo”, “Abor­to le­gal ya!”.  Ri­di­cu­le­ces. Todo me pa­re­ció ri­dícu­lo. No quie­ro llo­rar. Me aprie­to la cara. Me veo al es­pe­jo. La na­riz roja y la mi­ra­da vi­drio­sa. Cie­rro los ojos, me con­cen­tro en ins­pi­rar y ex­ha­lar. Me miro otra vez al es­pe­jo. Son­río y me digo que todo va a es­tar bien, no llo­res. Aún no te dijo nada, así que no hay nada de qué preo­cu­par­se. Toda va a sa­lir bien.