Imagen por Dano Marello ilustrador destacado de la Galería Vesubio de r.MUTT
Te voy a contar mi historia. Eran aproximadamente las once de la noche. A un lado, el campo. Al otro, lo mismo. Estaba caminando por una ruta desierta mientras buscaba algo para comer en aquella ciudad con vista al río y conectada con otra muy fácilmente. Así crucé la puerta sin mirar atrás. No podía volver la vista a atrás porque sabía que jamás volvería a encontrar lo que dejé aquella noche. Hace algunas horas, dejé por detrás de mi hombro otra historia y viejos dolores. Caminé una, dos, tres cuadras con mi valija azul metalizada, zapatillas grises, chupín y una remera negra protegida por una campera de cuero corta, que no me llegaba a la cintura. Con mi tez blanca, mis ojos grises, la barba recortada y mi cabello prolijamente despeinado, me adentre por calles oscuras de las cuales desconocía si a la vuelta de cada esquina iba a conocer la muerte, el robo, un secuestro o la barra brava de Nueva Chicago. Dicen que uno tiene que estar preparado para todo, y más si creciste en un barrio de Buenos Aires donde ninguna seguridad es precisa y todo puede ocurrir. La mente, por esas banalidades de llevarnos al extremo en situaciones adversas, nos alerta más de lo que creemos conscientemente, y sustituye miedos con otros temores. Con angustias.
Después de varias cuadras sin noticias positivas, y antes de aventurarme en una plaza con más siluetas que luces, doble y me encaminé a un negocio local con mi acento porteño entre labios. Desde allí, el encargado me indicó una agencia de remises cercana aunque la información quedó sin valor por la aparición inminente de un taxi. Debajo de sus lentes grandes y sus arrugas, un jubilado accedió sin ganas de conversar a llevarme al aeropuerto. Dicha acción representó un acuerdo tácito y productivo para ambos, ya que minutos después escuchó mi tono débil y sincero, además de las derrotas que llevaban a un pibe porteño de veintitantos años a tomarse un taxi al aeropuerto un jueves por la noche, cuando recién el primer y único vuelo salía a las siete y media de la mañana del día siguiente.
Al aeropuerto, situado al costado de la ruta de la ciudad, se llegaba luego de ingresar por un camino en el que no hay nada a su alrededor: ni luz, carteles ni nada. El brillo de las estrellas en el cielo reflejado en el asfalto y el barro a los costados del camino eran la única guía en una noche así. Un viaje de veinte, treinta minutos se tornó de unos cuantos instantes: físicamente, mi rostro observaba destellos de carteles y autos, pero sin mirar ni escuchar. Me encontraba perdido en otros ojos. En otra mirada.
Estábamos apenas estacionados en la entrada, cuando percibo que algo andaba mal: el aeropuerto parecía cerrado. En su interior, algunas luces prendidas sin movimiento en cuanto a personas, tal cual sucede con los parques abandonados cuando construyen uno mejor a pocas cuadras de allí. Algo estaba mal y debía solucionarlo. Por conocimiento, sabía que deberían estar abiertos las veinticuatro horas y que era para el uso de todos, pero uno, ubicado de este lado del planeta, con normas y leyes que se aprueban con el filo de un billete, ponía en duda todo. En ese instante, un oficial aeroportuario salió y me comentó que estaba cerrado y recién a las seis de la mañana abría todo, desde el bar hasta las cabinas de las empresas para vender pasajes. Ante mi reclamo y pedido burocrático, además de insistir una y otra vez que no tenía otro lugar para quedarme, se fue a buscar una respuesta ante alguna alma superior que debiese estar en el establecimiento. Apareció una persona excedida de peso, y me pareció poco creíble que pudiera realizar su trabajo en esas condiciones. En el tono brusco, antipático y tan poco gentil que caracteriza a los organismos de seguridad en Argentina, me habló de “caballero”, sin tutearme, para explicarme lo que ya me habían dicho hace un rato: el aeropuerto estaba cerrado.
Finalmente cedió gracias a mis ruegos y recordó que podía quedarme en la zona del bar, aunque no iban a haber más personas que dos policías hasta las seis de la mañana. Solo, en el aeropuerto, en una ciudad de paso. Sin agua, sin comida y sin gente. Personas. Seres humanos. Seres. Cuerpos celestes de los cuales emanan energías y sentimientos. Tristezas. Vivencias. Solo, en la inmensidad de la nada misma. En el vacío existencial. Preso de las necesidades emocionales proporcionadas por el cerebro para pensar (y no pensar) al mismo tiempo. Acorralado en los tajantes interrogantes que cruzan y sobrevuelan parte del oxígeno de aquel lugar tan imponente como desolador. El silencio, dicen, es la virtud de los sabios. ¿Por qué? Porque nadie puede interrumpirte, nada puede gritarte. Nadie puede arrepentirse. Aquel silencio entró sin pedir permiso y contagió todas las cosas. Los dibujos de los baños se tomaron de la mano y se sentaron. Las sillas se juntaron una más cerca de la otra. Las luces del techo parpadeaban como cuando dos miradas observan como una y nuestra respiración crece en sintonía. Mi corazón agitado, mi corazón de viaje, volvía a latir, a inflarse, junto al tuyo.
Con todo el piso de ese bar como colchón y mi valija como almohada. Con un reloj sin pilas. Sin tiempos ni comida. Sin necesidades ni prisas. A veces es llamativo adónde nos puede llevar el amor. A veces pienso qué estoy haciendo cuando me encuentro caminando por esa calle larga, interminable, áspera, que conecta a la ruta con el aeropuerto. Un puente entre el camino de ida y el hasta luego. Un viaducto entre lo que alguna vez fuimos y nunca más volveremos a ser. La urgencia por dejar atrás todo lo que nos hizo mal para buscar un mejor mañana, para llegar otra vez a las costas de Peumayen. Para curar heridas con caldos de sopa y flores de amapola. Para volver a plantar en tu jardín semillas de menta y de limón. Un camino oscuro, insípido y triste, sin nada a su alrededor. Sin nada a nuestros costados, más que el reflejo del barro y de la tierra al otro lado de la carretera. Con un camino de principio y otro de fin, ¿o serán el mismo?
Conmigo llevo mis miserias y derrotas, y algunas que otras victorias, junto a mi teléfono, billetera y el reloj que no anda, buscando algo para cenar en aquella ruta, mientras creo que mis cosas todavía existen en ese bar. A veces me sorprende la valentía o la estupidez con la cual nos manejamos para desperdiciar momentos, vinos, risas y amores. Nadie va a entrar por esa puerta para tu auxilio. Nadie entrará corriendo y te besará como si no fuera a haber un mañana mientras te envuelve en sus brazos. La cobardía es echarle la culpa al destino y no a nosotros mismos por provocar situaciones así.
Y ahora estoy acá, con el piso como almohada y mi mochila como colchón, haciendo lo único que sé hacer bien. A la madrugada de una hora inexacta e imprecisa, sin presiones, sin temores, sin mentiras, escribo en un boleto de embarque todos los sueños que pensamos en una noche de buzos y abrazos en enero. En un abrazo eterno en una lona sobre el paso, mirado el cielo y las estrellas.