Imagen por Claudio Fleitas ilustrador destacado de la Galería Vesubio de r.MUTT
Cuando tenemos fiebre nos cambia la temperatura del cuerpo, nuestros huesos parecen que pesan el triple y la cabeza estalla como en un big-bang. En los momentos que tenemos fiebre suele ocurrir un desfajase temporal: una línea paralela, simétrica e idéntica de nuestra realidad se crea ante nuestros ojos. Son esos momentos en los cuales la parsimonia del reposo, el descanso producto del malestar que provoca la enfermedad, flaquea nuestro sentido del aquí-ahora para dejarnos llevar, volar, por un universo similar pero diferente. Nos acerca a afrontar recuerdos, personas y hasta memorias que nunca ocurrieron, o que siempre quisimos que pasen. ¿O nunca te despertaste de un sueño sin saber la veracidad de lo que acaba de pasar? Con un sinsabor en la boca. Con transpiración en las manos. Con una sonrisa en el rostro.
Científicos de Estados Unidos comprobaron que cuando tenemos fiebre se abre un abanico de posibilidades y decisiones sobre acciones que ya caducaron en el pasado pero que brindan una nueva óptica. ¿Y si Martín le hubiese dado una nueva oportunidad a Buenos Aires para pelear un día más por su educación y sueños? Tal vez Bárbara no volvió sola esa noche en el Tinglado de Palermo. Tal vez su amor se desprendió de egos y prejuicios para volver al lugar del que nunca debió haberse ido. En otros tiempos, en otro lugar, Mauricio se fue a Córdoba y nunca aprendió el significado del verbo amar. Mariana prestó atención al semáforo que su madre le había marcado y decidió terminar la carrera por la que tanto había luchado. Tatiana volvió a subirse a un escenario con todas las luces a su favor. Nicolás finalmente entendió el Proemio de Parménides mientras volvía en el Roca del trabajo. Tomó su lanza 2.0, apuntó y en el último segundo de crédito, el último suspiro, pudo salvar y tratar de armar lo poco que quedaba de Cintia.
A veces la fiebre nos hace repasar, rebobinar sobre ese rollo, el negativo que guardamos inconscientemente en nuestros recuerdos, que comienza a reproducirse cuando nuestro sistema inmunológico falla. Las pupilas se dilatan, los sentidos se expanden y la percepción sensorial se enlazada y seduce por alteraciones y alucinaciones. Sin pedir permiso ni buscando nuestra aprobación, los muebles del cuarto se desplazan a los costados, los colores cambian y somos más que directores: espectadores de las escenas que nos queman. Las mismas que nos hacen sentir su hervor en las marcas de nuestro cuerpo cada vez que las volvemos a ver.
A veces en la fiebre recae el descargo de la agonía del tiempo. Un tiempo al tiempo: un momento para cerrar los ojos y mirarnos frente a nosotros mismos y a los demás. Pararnos ante aquellos que tanto lastimamos sin darnos cuenta y también frente a los que nos desagarraron el pecho sin pausa, sin anestesia y mucho menos, sin alcohol. Pararnos acostados en la cama viéndonos sin ropa, sin caretas obligadas por la rutina ni versos de autoconvencimiento para justificar lo que hacemos. Mirarnos para aceptarnos, para volvernos vulnerables en el hecho simple y conciso de aceptarnos. De perdonar. De pedir perdón.