Pocos síntomas más contemporáneos que el miedo al aburrimiento. Hasta el siglo XIX, el tedio, lo que luego se denominó mal du siécle, no era una preocupación para el ciudadano medio. Recién luego de la Revolución Francesa esa sensación se extendió como una plaga y empujó a filósofos y artistas a hablar de sus efectos, ese vacío que parecía no llenarse con nada. Si hoy muchas veces nos encontramos aburridos, a pesar de todas las obligaciones y distracciones que la posmodernidad propone e impone, es imposible imaginar cómo superaban ese hastío los habitantes de siglos atrás, sin la rutina vertiginosa ni la cultura del entretenimiento que los abstrajeran del paso inexorable del tiempo.
En 1956 Antonio Di Benedetto logró con Zama imaginar cómo llenaba sus días un hombre del siglo XVIII desde una perspectiva contemporánea, creó una novela insólita para un autor argentino. El funcionario de la corona española Don Diego de Zama, protagonista de la historia, está anclado en una aldea del Alto Paraguay, aguardando un traslado a Buenos Aires que parece no llegar nunca. Mientras aguarda la carta del virrey que cambiará su suerte, pasa el tiempo intentando conquistar mujeres (preferentemente españolas), tratando de saldar sus numerosas deudas y especulando sobre distintas conspiraciones que se traman a sus espaldas, las cuales atentan contra sus aspiraciones cosmopolitas.
El hecho de ser nacido en América lo hace criollo y eso lo acompleja, consciente de que en 1790 un americano es un ciudadano de segunda frente a cualquier oriundo del Viejo Continente. Lo único que idealiza más que Europa es a su lejana esposa Marta y a su hijo, ausentes de su vida desde hace años. Se trata de un personaje ambiguo, petulante hasta la exageración pero que en varios pasajes recuerda a Don Quijote por su mezcla de cobardía y torpeza. Su monólogo interno es el que empuja el relato, empieza con un estilo realista para luego entrar en un extraño ensueño que desemboca en un final casi metafísico. Para entonces la figura espectral de Vicuña Porto, un bandido al que el protagonista debe seguirle el rastro, trae un giro ominoso a la trama. Todo esto es narrado con un uso maestro de la prosa a la que, como dijo Juan José Saer, “es inútil buscarle antecedentes o influencias en otros narradores, no los tiene”.
Se ha dicho hasta el hartazgo que el tema central de esta obra es la espera. También que su búsqueda es cercana a la de los autores existencialistas franceses de la época, como si fuera escrita por un Albert Camus sudamericano. Con los años se la intentó ubicar como antecedente del boom latinoamericano de la década del 60, aunque Di Benedetto se burlaba de esa etiqueta. En una entrevista de 1970 le consultaron al respecto y dijo “eso me recuerda a una imagen inolvidable: un escaparate del Quartier Latín de París dedicando un mes a la literatura latinoamericana. Ya puede imaginarse lo que parecía: era un acopio de volúmenes y pinturas de lo ‘exótico’, ¿sabe? Era una linda muestra de tapas y cubiertas de colores con víboras, indios y adornos de plumas”.
Hombre de perfil bajo, al autor mendocino nunca le interesó estar en el centro de la escena, lo que quizás influyó en la demora de su obra en llegar a un reconocimiento masivo. Tampoco ayudaron los días de prisión que sufrió al producirse golpe de estado de 1976, los que lo marcaron para el resto de su vida, empujándolo al exilio español. Allí conoció al joven Roberto Bolaño, que lo homenajeó en su excelente cuento Sensini.
Escrito en menos de un mes, Zama parece hablar de un canon alternativo al que conforma el tronco central de la literatura argentina. En este sentido el riojano Daniel Moyano, también exiliado en España, echó luz sobre esa falta de estridencias de su pluma: “Yo creo que los escritores del interior –entre los que incluyo a mis amigos Haroldo Conti y Antonio Di Benedetto– seguimos fieles a nuestro estilo, que tiene que ver más con Juan Rulfo que con Cortázar y Borges”. Es que si bien la historia de este empleado colonial no tiene laberínticos universos fantásticos ni un uso lúdico del lenguaje, envuelve al lector en su atmósfera selvática tal como lo hace el autor de Pedro Páramo con sus infernales desiertos. Aquí se nota el amor por el cine de Di Benedetto, que también era crítico cinematográfico y guionista. Varios momentos tienen mecanismos de ese arte, que ayudan a crear el fresco histórico en el que el protagonista aguarda en desesperación.
Quienes no debieron esperar demasiado fueron los desprevenidos concurrentes a la charla pública con Lucrecia Martel, que el Teatro General San Martín organizó el último 15 de septiembre. Esa noche se proyectó, sin previo aviso, la adaptación que la realizadora salteña realizó sobre Zama, film que simboliza la definitiva puesta en valor del autor y su novela. Es bueno imaginar en una butaca a Don Diego de Zama, aliviado porque al fin alguien le dio algún sentido a su existencia. Aunque al tratarse de un hombre de temperamento colonial, es probable que el espectáculo le resulte incomprensible y que le recuerde la sensación de ese momento del relato en el que contempló a un mono sin vida girando en un remolino de en un río paraguayo. Una mezcla de hastío y desconcierto que todos experimentamos alguna vez.