Estudiar la historia de la narrativa es bastante parecido a contemplar a un monstruo de partes mal cosidas. Algunos miembros y órganos pueden parecer más importantes que otros de aspecto marchito, sin embargo la mirada atenta puede dar cuenta de que para la criatura resulta vital cada pequeña porción, por más prescindible y viscosa que parezca. Una observación profunda incluso puede revelar que aquellos tejidos que se suponían vitales terminan siendo secundarios, órganos pujantes en la superficie pero que no le aportan nada de energía al ser. Este diagnóstico puede aplicarse a todo lo que la Humanidad produce en los diferentes géneros de la ficción.
Dentro de unos meses se cumplen dos siglos de la aparición de Frankenstein de Mary Shelley, mientras que en julio de este año, dejó de existir el realizador George A. Romero, padre del concepto contemporáneo de zombie. Estos dos hechos que parecen inconexos tienen mucho que ver en realidad, ya que ambos son los extremos de una tradición narrativa tan arraigada en el gusto popular como denostada por la crítica. Los relatos terroríficos son como esos órganos descompuestos de nuestro hipotético monstruo: parecen poco importantes pero son imprescindibles para entender el imaginario ficcional de nuestra especie.
Una noche de 1816 ocurrió el hecho fundacional que sirvió de punto de largada para esta tradición. El poeta Lord Byron organizó en su villa de descanso del Lago Lemán, Suiza, una reunión que tuvo como invitados a los escritores Percy Bysshe Shelley, Mary Shelley y John William Polidori. Allí participaron de una competencia para ver quién creaba el cuento más aterrador. De aquella suerte de brainstorming tenebroso nació la novela Frankenstein o el moderno Prometeo de la joven Mary, quien tenía solo 19 años al momento de escribirlo. De esta manera el génesis de dos géneros normalmente asociados con el universo masculino – el terror y la ciencia ficción – surgió de la imaginación de una mujer y se editaría en versión definitiva dos años más tarde. El otro relato icónico surgido aquella jornada fue El Vampiro de Polidori, futura inspiración para el Drácula de Bram Stoker.
A partir de entonces la narrativa gótica abandonó su pasado folklórico para encontrar una forma literaria, con Edgar Alan Poe como exponente más influyente. Su existencia desgraciada de solo 40 años le bastó para servir de lazo entre lo tenebroso y lo romántico, ser pionero del relato breve, fundar las novelas de intriga detectivesca y anticipar la figura del escritor maldito. A pesar de su origen estadounidense, Poe pasó algunas temporadas en Inglaterra y Escocia aproximándose a leyendas folklóricas europeas. Hoy su figura ha trascendido lo literario, y se ha desparramado en cientos de expresiones en los más diversos medios, como el cine, el cómic y la música pop.
De modo general, Poe desarrolló su obra dentro de los géneros del terror y la fantasía gótica. Lo mismo puede decirse de las obras de Shelley, Polidori y Stoker, quienes terminaron influenciando a nombres tan disímiles como Leopoldo Lugones, Franz Kafka y H.P. Lovecraft, ya entrando en el siglo XX. Todos ellos crearon textos centrales para el canon literario, libros a los que muchos escritores recurren durante sus años formativos. Esto se debe a que la literatura no tuvo problema en aceptar la importancia de eso que el catedrático catalán Roman Gubern, en su ensayo La imagen pornográfica y otras perversiones, llama “provincias iconográficas malditas, zonas de destierro y exilio cultural que a veces resultan más elocuentes y ofrecen materiales más productivos para la comprensión de una época o de una sociedad que las grandes obras maestras canonizadas en los museos”. Dentro del terreno audiovisual esta aceptación parecer ser más dificultosa y aún reinan muchos prejuicios sobre estas ficciones retorcidas.
El crítico Robin Wood alguna vez señaló que los clásicos del cine de terror de la década del 30’, como Drácula o King Kong, eran fábulas góticas que transcurrían en lugares lejanos y exóticos. El horror era un “país de la mente” que podía visitarse y del siempre se podía escapar. Esta característica sugerente y atmosférica hermana a esos films primitivos con la literatura, que invitaba al lector a reproducir dentro de su cabeza las imágenes que primero estuvieron en la cabeza del escritor. La evolución del cine, con su naturaleza visual en esencia efectista, muchas veces no dejó espacio para que el espectador participe de ese misterio, sometiéndolo antes que invitándolo. Este puede ser uno de los motivos por los que el terror es aceptado sin problemas por la academia literaria, a diferencia de lo que ocurre con su expresión cinematográfica.
La madurez del terror en el séptimo arte llegó en los turbulentos 60’, cuando el fracaso de los ideales de cambio desató una ola de pesimismo que repercutió con fuerza en la pantalla. En 1968 se estrenaron dos clásicos muy distintos e influyentes: Night of the Living Dead de George A. Romero, una historia de zombies que ocultaba una denuncia sobre la intolerancia racial, y Rosemary’s Baby de Roman Polansky, visión cínica sobre una joven pareja burguesa y sobre los temores que trae la maternidad. Como Shelley, Poe o Kafka, estas películas utilizan una premisa sobrenatural para hablar de temas más trascendentes. En los años siguientes el establishment cinematográfico pareció dispuesto a tolerar ese fenómeno, como lo demuestra el Oscar a mejor guión otorgado a The Exorcist en 1973 por la Academia de Hollywood, un hecho que no volverá a repetirse. Pero la popularidad del género en la taquilla nunca decaería y es en ese contexto que directores interesantes como John Carpenter y Darío Argento dan inicio a sus carreras.
Romero explorará con eficacia esa tendencia más comprometida con su extensa saga, en la que cada película sirve como un análisis crítico de algún aspecto sociopolítico. Dawn of the Dead (1978) es una sátira sobre el adormecimiento del consumismo, Day of the Dead (1985) retrata con cinismo el mundo militar y Land of the Dead (2005) muestra una realidad controlada por una élite poderosa mientras los pobres se organizan mediante distintas formas de guerrilla. Durante toda esa etapa el grueso de la producción estadounidense fue cayendo en el reciclaje pop de viejas ideas y en la proliferación de secuelas hasta el hartazgo, con el slasher como subgénero central.
El horror cinematográfico del siglo XXI fue apostando cada vez más a los extremos, buscando generar malestar en el espectador mediante la exhibición del maltrato violento hacia el cuerpo expuesto de la manera más gráfica posible. Esta tendencia recibió el elocuente nombre torture porn por parte de los críticos, que notaron como la naturaleza explícita de la pornografía era aplicada a la mutilación física. Esto marcó un quiebre con el terror clásico, basado principalmente en el temor a lo desconocido y a lo sobrenatural. Los fantasmas, extraterrestres o monstruos de antaño fueron en parte reemplazados y lo más aterrador es ante todo una manifestación del costado oscuro de la naturaleza humana. En este entorno surgen películas interesantes y audaces como Let the One Right On It, It Follows, Goodnight Mommy, The Babadook y Raw, casi todas ellas producidas en la periferia de Hollywood. Por no citar la estimulante variedad en materia de cine fantástico que llega desde los países orientales. Al fin parece que la gran pantalla macabra está dispuesta profundizar nuevas ideas, un hecho que agradecen tanto ensayistas como fanáticos.
Pero distintos monstruos ameritan distintos tratamientos. La criatura literaria – quizás por ser más vieja – aprendió a aceptar la importancia de sus costados más descompuestos sin problemas, sabiéndolos esenciales. Habrá que esperar para ver si el monstruo cinematográfico, a medida que se aporte de la reiteración de fórmulas, es capaz de ser tan democrático con su dispar anatomía.