Entrevista a Walt Whitman (Segunda parte)

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Entrevista a Walt Whitman (Segunda parte)

Al día siguiente cuando desperté, tenía la sensación de haber atravesado continentes enteros durante el sueño. Sentía que había escalado montañas, sobrevolado océanos, que había conversado con las fuerzas primordiales del Universo, que me había perdido y reencontrado entre la Naturaleza, y que una y otra vez lo había entendido todo. Pero quién – o mejor dicho qué – era ese ser llamado Walt Whitman, ¿un brujo, un embustero, un dios, un vagabundo, un sabio, un poeta? A los pocos segundos de abrir los ojos y volver a la consciencia lo encontré sentado a metros mío, palpitante y pletórico, en una silla de madera bebiendo una taza de té. Yo estaba acostado en un cómodo colchón de plumas y al mirar alrededor noté que nos hallábamos en una cabaña austera que me pareció de una antigüedad incalculable.

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Re­cor­dé en­ton­ces que es­tá­ba­mos en 1856, y que yo ha­bía via­ja­do a Brooklyn para rea­li­zar­le unas pre­gun­tas al gran poe­ta. De­ci­di­do a con­ti­nuar mi la­bor in­te­rrum­pi­da me in­cor­po­ré de un sal­to y le dije:

Pre­gun­ta: Ha­bien­do pa­sa­do al­gu­nas ho­ras con us­ted, me en­cuen­tro más con­fun­di­do que an­tes res­pec­to a su per­so­na. Po­dría de­cir­me por fa­vor ¿quién es real­men­te Walt Whit­man?

Res­pues­ta[1]: Yo no soy sólo esto que se alar­ga en­tre mi som­bre­ro y mis za­pa­tos. Yo soy una in­fi­ni­dad de co­sas ya cum­pli­das y una in­men­si­dad de co­sas por cum­plir. Con­ten­go mul­ti­tu­des, soy un cos­mos. Soy del vie­jo y del jo­ven, del ne­cio y del sa­bio, del nor­te y del sur. Ten­go el co­lor de to­das las ra­zas y el pres­ti­gio de to­das las cas­tas, per­te­nez­co a to­dos los ran­gos y a to­dos los cre­dos. Soy la­bra­dor, me­cá­ni­co, ar­tis­ta, ca­ba­lle­ro, cuá­que­ro, ma­rino, pri­sio­ne­ro, abo­ga­do, mé­di­co… No quie­ro de­cir­te quien soy yo en reali­dad. Pue­des me­dir mun­dos… y mun­dos… y mun­dos… Pero no in­ten­tes ja­más me­dir­me a mí. Es­cri­bien­do y ha­blan­do no se me prue­ba. La gran prue­ba de quien soy la lle­vo yo en mi ros­tro…

P: ¿En qué cree us­ted se­ñor Whit­man?

R: Creo que una hoja de hier­ba es tan per­fec­ta como la jor­na­da si­de­ral de las es­tre­llas, que una vaca pa­cien­do con la ca­be­za do­bla­da su­pera en be­lle­za a to­das las es­ta­tuas. Creo que la muer­te no exis­te, que si al­gu­na vez exis­tió fue solo para pro­du­cir la vida. Creo que la tie­rra hú­me­da será un día luz y amor, que el cuer­po del hom­bre y de la mu­jer son el com­pen­dio de to­dos los com­pen­dios, y que el amor que los une es una flor que ha de mul­ti­pli­car­se has­ta el in­fi­ni­to, has­ta que to­dos y cada uno no sean más que una fuen­te de ale­gría co­mún. Creo en la car­ne y en los ape­ti­tos. La vis­ta, el oído, el tac­to… son mi­la­gros.

P: ¿Cree en Dios?

R: A mí, que todo me preo­cu­pa, no me preo­cu­pa Dios. No me preo­cu­pan ni Dios ni la muer­te. Yo oigo y veo a Dios en to­das las co­sas, pero no lo com­pren­do, como no com­pren­do que haya nada en el mun­do más ad­mi­ra­ble que yo. ¿Por qué voy a em­pe­ñar­me en que Dios sea otra cosa me­jor que este día? En cada hora hay algo de Dios y en cada mi­nu­to tam­bién. En el ros­tro de las mu­je­res y en el ros­tro de los hom­bres está Dios, y en mi pro­pio ros­tro lo veo tam­bién cuan­do me miro al es­pe­jo. En­cuen­tro car­tas de Dios en la ca­lle, car­tas fir­ma­das con su nom­bre y no las re­co­jo por­que sé que en cual­quier si­tio en­con­tra­ré otras se­me­jan­tes. Mi­les y mi­les me sal­drán al paso, pun­tua­les, por don­de quie­ra que ca­mi­ne.

P: Sus crí­ti­cos lo han lla­ma­do “egó­la­tra” por ha­blar de us­ted mis­mo de esa ma­ne­ra tan elo­gio­sa. ¿Tie­ne algo que de­cir en su de­fen­sa?

R: Co­noz­co muy bien mi pro­pio ego­tis­mo, co­noz­co mis in­cli­na­cio­nes om­ní­vo­ras. Res­pi­ro fuer­te, pero dejo aún bas­tan­te aire para los de­más. No soy or­gu­llo­so, es­toy en mi si­tio so­la­men­te. Soy fuer­te y sano, soy in­mor­tal, soy sa­gra­do. Y no tor­tu­ro mi es­pí­ri­tu ni para de­fen­der­me ni para que me com­pren­dan. Las le­yes ele­men­ta­les no pi­den per­dón. Los ge­mi­dos y las ple­ga­rias son para los in­vá­li­dos; y la con­for­mi­dad para los pa­rien­tes le­ja­nos. Yo no me so­me­to. Den­tro y fue­ra de mi casa me pon­go el som­bre­ro como me da la gana. Así como soy exis­to. Esto es bas­tan­te. Si na­die me ve, no me im­por­ta, y si to­dos me ven, no me im­por­ta tam­po­co. Un mun­do me ve, el más gran­de de to­dos los mun­dos: Yo.

Pero ya es tiem­po de que me ex­pli­que: Cuan­to yo se­ña­le como mío, de­bes tú se­ña­lar­lo como tuyo, por­que si no pier­des el tiem­po es­cu­chan­do mis pa­la­bras. Es­tos son los pen­sa­mien­tos de los hom­bres de to­das las eda­des y de to­dos los pue­blos; no son ori­gi­na­les, no son míos so­la­men­te, si no son tu­yos tam­bién, no son nada o casi nada; si no son el mis­te­rio, y la lla­ve al mis­mo tiem­po, que abre to­dos los mis­te­rios, no son nada. A ti, quien­quie­ra que seas, te per­se­gui­ré des­de aho­ra, y mis pa­la­bras te zum­ba­rán en los oí­dos sin des­can­so, has­ta que las en­tien­das. No digo es­tas co­sas por un dó­lar, ni para ma­tar el tiem­po. Digo tu dis­cur­so y ha­blo con tu len­gua que, ama­rra­da en tu boca, co­mien­za en la mía a desatar­se.

P: ¿Qué men­sa­je quie­re en­viar­le a los ha­bi­tan­tes del fu­tu­ro?

R: Que la muer­te no exis­te, que el mun­do no es un caos… que es for­ma, uni­dad… plan… Vida Eter­na… ¡Ale­gría! Que el alma no vale más que el cuer­po, y que el cuer­po no vale más que el alma, y que nada, ni Dios, es más gran­de para uno que uno mis­mo. Yo no ten­go igle­sia ni fi­lo­so­fía; no con­duz­co a los hom­bres ni al ca­sino, ni a la bi­blio­te­ca, ni a la Bol­sa… Los lle­vo ha­cia aque­llas cum­bres al­tas. Tú me ha­ces pre­gun­tas y yo te es­cu­cho. Y te digo que no ten­go res­pues­ta, que la res­pues­ta has de en­con­trar­la tú solo. Na­die, ni yo, ni na­die, pue­de an­dar este ca­mino por ti, tú mis­mo has de re­co­rrer­lo. No está le­jos, está a tu al­can­ce. Tal vez es­tás en él sin sa­ber­lo, des­de que na­cis­te, aca­so lo en­cuen­tres de im­pro­vi­so en la tie­rra o en el mar.

Aho­ra me doy al ba­rro para cre­cer en la hier­ba que amo. Si me ne­ce­si­tas aún, bús­ca­me bajo las sue­las de tus za­pa­tos. Ape­nas sa­brás quién soy ni qué sig­ni­fi­co. Soy la sa­lud de tu cuer­po y me fil­tro en tu san­gre y la res­tau­ro. Si no me en­cuen­tras en se­gui­da, no te des­ani­mes; si no es­toy en aquel si­tio, bús­ca­me en otro. Te es­pe­ro… en al­gún si­tio es­toy es­pe­rán­do­te.


[1]    To­das las res­pues­tas de Walt coin­ci­den con frag­men­tos de su poe­ma “Can­to a mí mis­mo”.