Recordé entonces que estábamos en 1856, y que yo había viajado a Brooklyn para realizarle unas preguntas al gran poeta. Decidido a continuar mi labor interrumpida me incorporé de un salto y le dije:
Pregunta: Habiendo pasado algunas horas con usted, me encuentro más confundido que antes respecto a su persona. Podría decirme por favor ¿quién es realmente Walt Whitman?
Respuesta[1]: Yo no soy sólo esto que se alarga entre mi sombrero y mis zapatos. Yo soy una infinidad de cosas ya cumplidas y una inmensidad de cosas por cumplir. Contengo multitudes, soy un cosmos. Soy del viejo y del joven, del necio y del sabio, del norte y del sur. Tengo el color de todas las razas y el prestigio de todas las castas, pertenezco a todos los rangos y a todos los credos. Soy labrador, mecánico, artista, caballero, cuáquero, marino, prisionero, abogado, médico… No quiero decirte quien soy yo en realidad. Puedes medir mundos… y mundos… y mundos… Pero no intentes jamás medirme a mí. Escribiendo y hablando no se me prueba. La gran prueba de quien soy la llevo yo en mi rostro…
P: ¿En qué cree usted señor Whitman?
R: Creo que una hoja de hierba es tan perfecta como la jornada sideral de las estrellas, que una vaca paciendo con la cabeza doblada supera en belleza a todas las estatuas. Creo que la muerte no existe, que si alguna vez existió fue solo para producir la vida. Creo que la tierra húmeda será un día luz y amor, que el cuerpo del hombre y de la mujer son el compendio de todos los compendios, y que el amor que los une es una flor que ha de multiplicarse hasta el infinito, hasta que todos y cada uno no sean más que una fuente de alegría común. Creo en la carne y en los apetitos. La vista, el oído, el tacto… son milagros.
P: ¿Cree en Dios?
R: A mí, que todo me preocupa, no me preocupa Dios. No me preocupan ni Dios ni la muerte. Yo oigo y veo a Dios en todas las cosas, pero no lo comprendo, como no comprendo que haya nada en el mundo más admirable que yo. ¿Por qué voy a empeñarme en que Dios sea otra cosa mejor que este día? En cada hora hay algo de Dios y en cada minuto también. En el rostro de las mujeres y en el rostro de los hombres está Dios, y en mi propio rostro lo veo también cuando me miro al espejo. Encuentro cartas de Dios en la calle, cartas firmadas con su nombre y no las recojo porque sé que en cualquier sitio encontraré otras semejantes. Miles y miles me saldrán al paso, puntuales, por donde quiera que camine.
P: Sus críticos lo han llamado “ególatra” por hablar de usted mismo de esa manera tan elogiosa. ¿Tiene algo que decir en su defensa?
R: Conozco muy bien mi propio egotismo, conozco mis inclinaciones omnívoras. Respiro fuerte, pero dejo aún bastante aire para los demás. No soy orgulloso, estoy en mi sitio solamente. Soy fuerte y sano, soy inmortal, soy sagrado. Y no torturo mi espíritu ni para defenderme ni para que me comprendan. Las leyes elementales no piden perdón. Los gemidos y las plegarias son para los inválidos; y la conformidad para los parientes lejanos. Yo no me someto. Dentro y fuera de mi casa me pongo el sombrero como me da la gana. Así como soy existo. Esto es bastante. Si nadie me ve, no me importa, y si todos me ven, no me importa tampoco. Un mundo me ve, el más grande de todos los mundos: Yo.
Pero ya es tiempo de que me explique: Cuanto yo señale como mío, debes tú señalarlo como tuyo, porque si no pierdes el tiempo escuchando mis palabras. Estos son los pensamientos de los hombres de todas las edades y de todos los pueblos; no son originales, no son míos solamente, si no son tuyos también, no son nada o casi nada; si no son el misterio, y la llave al mismo tiempo, que abre todos los misterios, no son nada. A ti, quienquiera que seas, te perseguiré desde ahora, y mis palabras te zumbarán en los oídos sin descanso, hasta que las entiendas. No digo estas cosas por un dólar, ni para matar el tiempo. Digo tu discurso y hablo con tu lengua que, amarrada en tu boca, comienza en la mía a desatarse.
P: ¿Qué mensaje quiere enviarle a los habitantes del futuro?
R: Que la muerte no existe, que el mundo no es un caos… que es forma, unidad… plan… Vida Eterna… ¡Alegría! Que el alma no vale más que el cuerpo, y que el cuerpo no vale más que el alma, y que nada, ni Dios, es más grande para uno que uno mismo. Yo no tengo iglesia ni filosofía; no conduzco a los hombres ni al casino, ni a la biblioteca, ni a la Bolsa… Los llevo hacia aquellas cumbres altas. Tú me haces preguntas y yo te escucho. Y te digo que no tengo respuesta, que la respuesta has de encontrarla tú solo. Nadie, ni yo, ni nadie, puede andar este camino por ti, tú mismo has de recorrerlo. No está lejos, está a tu alcance. Tal vez estás en él sin saberlo, desde que naciste, acaso lo encuentres de improviso en la tierra o en el mar.
Ahora me doy al barro para crecer en la hierba que amo. Si me necesitas aún, búscame bajo las suelas de tus zapatos. Apenas sabrás quién soy ni qué significo. Soy la salud de tu cuerpo y me filtro en tu sangre y la restauro. Si no me encuentras en seguida, no te desanimes; si no estoy en aquel sitio, búscame en otro. Te espero… en algún sitio estoy esperándote.
[1] Todas las respuestas de Walt coinciden con fragmentos de su poema “Canto a mí mismo”.