Grandeza boliviana (2010) de Bruno Morales —seudónimo de Sergio Di Nucci— esboza, de manera breve, la cotidianeidad de un grupo de migrantes bolivianos que viven en el Bajo Flores, en la villa 1- 11- 14. El narrador de esta novela relata la rutina laboral y ociosa de quienes experimentan su mismo presente: sin tapujos ni lamentos, la exhibe con todas sus contradicciones. “Estos bolivianos están tan explotados que no pueden seguir el número de acrobacia. No prestan atención. Mejor, vamos ya con la obra.”
Este narrador, una voz sin nombre, pertenece a un mundo en el que se intenta silenciar y borrar la identidad de ciertos extranjeros, sus tradiciones y sus posibilidades de progreso, a fin de que sólo puedan apropiarse y hacer suyos los restos, los espacios marginales como la villa. Muchas veces, ni siquiera eso, como ocurre en la disputa por ‘el campito’ y otros predios apropiados:
“Tu deber como boliviano es no quedarte mucho como un tonto. Muy por el contrario, ahí mismo tendrías que haberle explicado que quienes violan a la Pacha Mamá, como enseña en taita Carmelo, son los propios argentinos que ignoran que la tierra, y qué importa si el campito en argentino o de los Juniors, oye pues…”
La novela desnuda una realidad violenta que se prefiere oculta y crea su propio mapa provincial. Sin embargo, el texto no es un mero informe antropológico, como puede parecer a primera vista: es una obra llena de alusiones a textos literarios, a autores, a momentos históricos determinados, a espacios de lucha en Bolivia y en México, que abarcan momentos tanto de conquistas como revoluciones.
Los recorridos geográficos que se generan en la novela muestran la violencia urbana imperante en todas sus formas: física, verbal, discriminatoria y política, y van creando itinerarios superpuestos en el tiempo y en el espacio.
“-¡Pero por favor! ¡Qué saben ustedes del tema! ¡Esto es un problema que lo tiene que arreglar el arquitecto del consorcio! ¡Cómo se les ocurre! Si donde viven ustedes no se puede llamar arquitecturas.”
Los inmigrantes quedan convertidos en sujetos, en Otro, cuya vida está asediada por peligros de los que la novela da cuenta: represión estatal, marginalidad, carencia de bienes básicos, agresividad habitual en el entorno, etc. Quedarse es sinónimo de riesgo, pero migrar, muchas veces ilegalmente, también.
Las complejidades del presente violento llevan a búsqueda por la recuperación de lo antiguo. El texto se embarca en la reconstrucción de una lengua adánica remota, la lengua aymara, la cual surge en ciertas partes del texto, en situaciones hogareñas y/o subjetivas. Esta lengua, materna y perfecta, sería el código de lo universal: la vida del mundo tendría, en ese sentido, seno en Bolivia y, por eso, existirían tantos destellos inevitables hacia ella.
En las interacciones entre los miembros de la colectividad quedan reflejadas sus costumbres y tradiciones populares, sus prejuicios, sus recelos, sus desplantes, sus mezclas y su relación dinámica con el mundo circundante que también los conforma como individuos y, a la vez, los contiene. “Y últimamente, terminaban todas las conversaciones con las ganas que teníamos de irnos a Charrúa, o al Bajo Flores. Y las ganas de ver gente que no se mete con nadie.”
Grandeza boliviana pone al alcance del lector un mundo aparentemente desconocido y lejano como es el de la inmigración, que, continuamente, nos remite a la Historia, a nuestra Historia: “En el bar de Tomasa conocimos a un paraguayo, Natanael. Era alto, flaco y fibroso, trabajaba de albañil, pero nunca coincidía con las obras a las que íbamos nosotros. Natanael nos contaba que viajaba seguido a Uruguay(…)”. Los movimientos espaciales, por tanto, crean un mapa vastísimo que conforma la unión de todo el continente.
En definitiva, el autor evidencia, artísticamente y de manera escueta, cómo la construcción identitaria de latinoamericanos (argentinos, bolivianos) se da en la unidad y en la integración a través del roce, la disputa y el (re)descubrimiento tanto en las diferencias como en las semejanzas.