Macbeth, junto con Hamlet, es una de las obras de William Shakespeare más representadas en la época moderna. Podría decirse que el siglo XX ha encontrado en Hamlet la puesta en escena de una sensibilidad que le es afín a partir de la pregunta por la razón de la existencia y el sentido de la vida en ese famoso “ser o no ser”. Del mismo modo, el gusto actual parece inclinarse por ficciones que, como Macbeth, tratan específicamente la lucha y los mecanismos del poder (político/sexual/lingüístico), la ambición humana y el complejo entramado de consecuencias que se derivan de nuestros actos, ya sea en la arena política o personal. Este gusto está acompañado de una estética particular que muestra un núcleo de poder (la corte/el gobierno) cada vez menos idealizado, hundido en la violencia de las espadas, la suciedad del barro y la sangre. Esto es fácilmente comprobable si recorremos las famosas adaptaciones cinematográficas de esta obra de Shakespeare: la de Orson Welles (1948), la de Roman Polanski (1971) e incluso la más reciente adaptación de Justin Kurzel (2015).
Game of Thrones, la adaptación televisiva de HBO de la serie de libros de George R. R. Martin, A Song of Ice and Fire, es actualmente el exponente más popular de este mundo con 1) fuertes influencias medievales, 2) extrema violencia. Notablemente, en esta ficción se pueden observar varios elementos comunes a los dramas shakespereanos. Por mencionar solo dos: por un lado, la lucha por el poder en Westeros se asemeja a la carrera por la corona en las tres partes de Henry VI y Richard III (las cuales trascurren en aquel período de gran inestabilidad en Inglaterra denominado La Guerra de las Rosas). Por otra parte, tanto Cersei Lannister como Lady Macbeth son mujeres que, por el lugar que ocupan en sociedades patriarcales, no han podido desempeñarse libremente en una posición de poder y cuyas ambiciones se vuelven venenosas, tanto para ellas mismas como para su entorno. A su vez, una de las ideas fundamentales que subyacen la obra shakespereana se encuentra magistralmente materializada en el Trono de Hierro hecho literalmente de espadas: la corona no descansa nunca tranquila sobre la cabeza que la lleva sino que, detrás de ella hay ejércitos, poder económico y alianzas que la mantienen en su lugar. Alcanzar el poder es sólo el comienzo: hay que saber mantenerlo.
Hamlet es también una obra atravesada por la lucha por el poder, pero no en los términos brutales en que se pone de manifiesto en Macbeth, donde los colores predominantes son el rojo de la sangre –que tiñe las manos, las ropas y el mismo campo de batalla– y el negro de la noche (que se invoca para ocultar hechos terroríficos y en cuya oscuridad parecen moverse los personajes como sombras al acecho). Macbeth aparece por primera vez en la obra como un soldado: es un guerrero que acaba de abrir a un hombre “desde el ombligo hasta la garganta”. La violencia descarnada, omnipresente en toda la obra, está al servicio del poder en tanto funciona a favor de la causa del rey Duncan. El conflicto surge cuando esta violencia se dirige contra el rey, contra el fundamento del Estado.
Esta idea está presente en otra ficción actual también altamente popular: House of Cards, donde el matrimonio Underwood –una dupla de poder tan fuerte, de siniestra unión y sinceridad como los Macbeth– se ubica en el centro de una red de extorsiones y manipulaciones. Es interesante notar que Francis no es un personaje maligno que mancha la pureza de un Estado inmaculado, sino todo lo contrario: desde la apertura se nos muestra Washington a la hora del crepúsculo y las sombras se ciernen sobre la estatua de Lincoln. Sus monumentos más significativos son vistos desde la periferia y desde allí se ingresa en aquella zona oscura del poder que aúna a todos los miembros del gobierno.
En ese ambiente corrupto, la diferencia radica en que Francis Underwood está dispuesto a hacer lo que otros no hacen. Macbeth dice: “me atrevo a hacer todo a lo que se atreve un hombre; quien se atreve a más no lo es”. Tanto Macbeth como Francis, en esta lucha por obtener y conservar el poder, avanzan en una espiral de crímenes hasta alcanzar picos insospechados de crueldad, alimentando un status que únicamente se puede sostener a base de sangre.
Uno de los grandes méritos de la obra shakespereana que House of Cards capitaliza es el de mostrar la intimidad del poder: no solo somos testigos de la dinámica perfectamente sincronizada del matrimonio protagonista, sino que también atestiguamos su desintegración. Esta unión excepcionalmente fuerte no es ajena a la vulnerabilidad inherente al ser humano, que emerge y vuelve a emerger, no importa cuán agresivamente se la quiera aplacar. Lady Macbeth comienza la obra como la principal instigadora y la termina insomne, delirante y muerta fuera de escena. “Llena de escorpiones está mi cabeza” dice Macbeth quien, al final de la obra, en un momento de humanidad y profunda soledad, proclama que la vida no es más que “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. Los que habían empezado juntos mueren en soledad, y más que un castigo merecido a la ambición sin medida, es inevitable pensar que es una faceta más de la tragedia general.
La lucha política es una constante tremenda y fascinante que se extiende a lo largo de la Historia. Tanto la literatura y el teatro como el cine, y actualmente la televisión, han hecho eco de esa fascinación y ese hambre que tenemos por ver cómo se van moviendo las piezas en el tablero. Las referencias lúdicas no están de más: es un verdadero juego de estrategias que se va desenvolviendo ante nuestros ojos en el que, como indica Cersei, “ganas o mueres”.