Muchas veces, la lectura llega de la mano de adultos que, si somos afortunados, aman las historias y quieren contagiarnos ese gustito que sienten por ellas. Ya sea que se dé en el jardín, en el aula o en la cama antes de irnos a dormir, en esa oralidad primera recuperamos lo que para la Edad Media era el hábito de lectura: en grupo y en voz alta. Como los viajeros en el Decamerón de Bocaccio, nos acurrucamos en esa pequeña comunidad de la primera ficción, aquella en que no sólo elegimos creer lo que escuchamos, sino que también aprendemos a quererlo. Ese momento, encapsulado en el recuerdo afectivo, se erige como un precedente imborrable en el que los peligros y las incertidumbres desaparecen para dejar lugar al juego de la imaginación.
Hubo un momento en nuestras vidas, así como en la Historia, en que agarramos por primera vez un libro y lo leímos con nuestros propios ojos, sin que medie la voz de nadie. De esa manera inauguramos la lectura individual y silenciosa. Quizá nunca hayamos reparado en la primera vez en que tomamos esa primera comunión con el texto en la que emergimos lectores, en que realizamos ese acto de autonomía a partir del cual ya no saldríamos ilesos, quizá hasta marcados con una obsesión particular que haría de nosotros irredentos cazadores de historias. Ya desde el primer viaje a través de la portada y el índice hacia el corazón del libro, la interrupción fue intolerable: no hay cena que esté lista, ni sueño que se avecine, ni conversación lo suficientemente relevante como para romper esa conexión. Incluso al día de hoy la realidad llama y muchas veces elegimos no contestarle.
Y, desde ese momento, todo es cuesta abajo: libros que se compran en cuotas, libros que se leen de a una página en viajes de subte, libros que han pasado del papel a la pantalla, libros, libros, libros. Caemos, como Alicia, y seguimos cayendo, sin importar a dónde nos lleve el camino o cuán descabellado sea el tránsito; siempre lo suficientemente niños como para entusiasmarnos y no lo suficientemente adultos como para renegar de ello.
No importa si ya no tenemos tiempo, si leemos en el colectivo, si trasnochamos para poder saber qué pasa en el capítulo siguiente: el motor que nos estimula es el placer por las historias, ese poder que tienen los textos para transportarnos a otros tiempos, otros mundos, saber la vida y sentimientos de otras personas. A través de esas historias, vivimos, sentimos y, por qué no, nos conocemos un poco más.
A medida que nuestro camino como lectores se afianza, nos volvemos más y más fetichistas: elegimos ediciones y criticamos traducciones cuando se trata de un libro que no está escrito de nuestro idioma materno (¡hasta a veces preferimos leer en el idioma original!). Nos volvemos exquisitos como los grandes sibaritas que buscan una suprema exquisitez en cada bocado que prueban. Nos atraen las palabras y sentimos una irresistible atracción hacia ellas. No oponemos resistencia porque, no sólo los libros enriquecen nuestro vocabulario y sabiduría, sino que enriquecen nuestro espíritu al punto que transitamos viejos sentimientos junto con otros que jamás sentimos. Entre las palabras vislumbramos la posibilidad de lo que podríamos ser.
Todo eso junto, enmarañado, suculento y extraño es la lectura. Puede que algunos estén de acuerdo, puede que otros sean más escépticos. Una cosa, sin embargo, es cierta. Si estás leyendo esto, ya nos caés bien porque sos uno de nosotros, uno de esos cazadores de historias, atrapadores de palabras. Sabemos que no lo podés evitar. ¿Sabés qué? Nosotras tampoco.