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Desde adaptaciones teatrales decimonónicas hasta reformulaciones cinematográficas a lo largo del siglo XX, El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde ha sido, casi desde el momento de su publicación en 1886, una obra cuya historia ha sido contada de las maneras más diversas. En esta nota, nos embarcamos en un viaje al original de Robert Louis Stevenson (1850–1894) para descubrir las complejidades de un texto inquietantemente vigente.

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Lau­ra Nató, Car­ne (se­rie)

Lue­go de una vida tan pro­duc­ti­va en el te­rreno de las adap­ta­cio­nes, es di­fí­cil abor­dar un tex­to como El ex­tra­ño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde (Stran­ge Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886) con la in­ge­nui­dad de los lec­to­res que lo vie­ron apa­re­cer por pri­me­ra vez en la es­ce­na de la In­gla­te­rra vic­to­ria­na. Sin em­bar­go, a pe­sar de la sor­pre­sa que pue­da lle­gar a ex­pe­ri­men­tar el lec­tor con­tem­po­rá­neo, la reali­dad es que, al leer­lo, se per­ci­be rá­pi­da­men­te que es­ta­mos en pre­sen­cia de a un re­la­to po­li­cial: fren­te a los di­ver­sos mis­te­rios e in­te­rro­gan­tes que se pre­sen­tan, emer­ge un in­ves­ti­ga­dor –en­car­na­do aquí en la fi­gu­ra de un abo­ga­do, Mr. Ut­ter­son– dis­pues­to a se­guir las pis­tas y en­con­trar la cla­ve del mis­te­rio­so caso que se le pre­sen­ta.

A pe­sar del rea­lis­mo de la na­rra­ción, en­fo­ca­da en re­tra­tar por los há­bi­tos de la bur­gue­sía pro­fe­sio­nal de la Lon­dres del si­glo XIX, el ele­men­to fan­tás­ti­co irrum­pe para dar­le un giro al re­la­to y vol­ver­lo ver­da­de­ra­men­te ex­tra­ño en toda su di­men­sión. En este po­li­cial atí­pi­co, víc­ti­ma y vic­ti­ma­rio son la mis­ma per­so­na. Para ser más exac­tos, son dos se­res que, a pe­sar de sus ca­rac­te­rís­ti­cas fí­si­cas par­ti­cu­la­res dis­tin­ti­vas, com­par­ten un cuer­po y una con­cien­cia. Todo lo que Ed­ward Hyde hace por la no­che, Henry Jeykll lo re­cuer­da al día si­guien­te.

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Lau­ra Nató, Car­ne (se­rie)

Como el per­so­na­je Víc­tor Fran­kens­tein de la no­ve­la de Mary She­lley, Henry Jekyll es un cien­tí­fi­co que se aven­tu­ra más allá de las con­ven­cio­nes cien­tí­fi­cas y re­li­gio­sas que su épo­ca con­si­de­ra acep­ta­ble. Es in­tere­san­te des­ta­car, sin em­bar­go, que esta tras­gre­sión, en el caso de Jekyll, nace de una con­cien­cia cul­pa­ble: él re­co­no­ce una du­pli­ci­dad en sí mis­mo por una in­com­pa­ti­bi­li­dad en­tre sus de­seos más ba­jos y lo que la so­cie­dad en la que se mue­ve –por na­ci­mien­to y vo­ca­ción pro­fe­sio­nal– con­si­de­ra de­co­ro­so y co­rrec­to para un hom­bre de su po­si­ción. Es de­cir que la crea­ción de Ed­ward Hyde es me­ra­men­te el re­sul­ta­do de un pro­ce­so ya vi­gen­te en el Dr. Jekyll, la per­so­ni­fi­ca­ción de todo lo que desea­ría no desear. Esto obli­ga al lec­tor –tan con­di­cio­na­do a pen­sar la dua­li­dad Jekyll/Hyde como opues­tos, bien y mal en­fren­tán­do­se de ma­ne­ra tan an­ta­gó­ni­ca– a cues­tio­nar la apa­ren­te res­pe­ta­bi­li­dad del buen doc­tor en pri­mer lu­gar. Esta es una am­bi­güe­dad que mu­chas adap­ta­cio­nes han de­ci­di­do evi­tar. Mu­chas, como el mu­si­cal de Broad­way que ac­tual­men­te for­ma par­te de nues­tra es­ce­na por­te­ña, han do­ta­do al cien­tí­fi­co de una mo­ti­va­ción al­truis­ta, des­li­ga­da de su pro­pio pla­cer: aquí el mé­di­co, en pos de en­con­trar una cura para quie­nes su­fren tras­tor­nos psi­co­ló­gi­cos, pri­va­do de la po­si­bi­li­dad de con­du­cir sus in­ves­ti­ga­cio­nes so­bre otro hom­bre, no tie­ne otra op­ción que usar­se a sí mis­mo como su­je­to ex­pe­ri­men­tal.

En las di­fe­ren­cias en­tre crea­dor y crea­do se ges­ta la ne­ce­si­dad que tie­nen el uno del otro. Jekyll ado­ra la li­ber­tad que Hyde le pro­vee y Hyde se re­go­dea en la in­mu­ni­dad que Jekyll ga­ran­ti­za. Sin em­bar­go, la con­vi­ven­cia de es­tas fuer­zas an­ta­gó­ni­cas no es pa­cí­fi­ca y el desen­la­ce del en­fren­ta­mien­to sólo pue­de ser trá­gi­co. “Al pa­re­cer, al dis­mi­nuir las fuer­zas de Jekyll, las de Hyde au­men­ta­ban; pero el odio que las se­pa­ra­ba era ya de la mis­ma in­ten­si­dad”. G. K. Ches­ter­ton co­men­ta, a pro­pó­si­to de la obra de Ste­ven­son que “la cla­ve de la his­to­ria no es que un hom­bre pue­da re­cor­tar­se a sí mis­mo de su con­cien­cia, sino que no pue­da.”

Ed­ward Hyde es un per­so­na­je que ca­na­li­za todo tipo de con­tra­dic­cio­nes. Se lo des­cri­be como un hom­bre de con­tex­tu­ra baja, gro­tes­ca, pero in­creí­ble­men­te ágil. Es fí­si­ca­men­te pa­re­ci­do a un si­mio y ca­na­li­za to­das los im­pul­sos más pri­mi­ti­vos y vio­len­tos –a la ma­ne­ra de los de­lin­cuen­tes en la ti­po­lo­gía cri­mi­nal de Ce­sa­re Lom­bro­so– pero tam­bién tie­ne gus­tos pro­pios de una aris­to­cra­cia de­ca­den­te e im­pro­duc­ti­va. Hyde per­so­ni­fi­ca todo lo que la bur­gue­sía pro­fe­sio­nal in­gle­sa, hija del uti­li­ta­ris­mo de John Stuart Mill y la Re­vo­lu­ción In­dus­trial, con­si­de­ra re­pug­nan­te. En este sen­ti­do, el te­rror li­ga­do a la mons­truo­si­dad de las no­ve­las gó­ti­cas del si­glo XVIII ha pa­sa­do al te­rreno psi­co­ló­gi­co en el si­glo XIX: el mons­truo ya no deam­bu­la por el cas­ti­llo me­die­val, sino que ha co­pa­do el te­rreno ur­bano mo­derno y se es­con­de en la con­cien­cia de Jekyll, que lo ha re­pri­mi­do pero que lo ha so­ña­do mu­cho tiem­po an­tes de crear­lo.

La in­de­ter­mi­na­ción es fuen­te de asom­bro e in­tri­ga y ope­ra tan­to so­bre los per­so­na­jes de esta no­ve­la como en los lec­to­res que vuel­ven a ella una y otra vez. Lo cier­to es que, in­clu­so lue­go de in­nu­me­ra­bles re­es­cri­tu­ras y re­in­ter­pre­ta­cio­nes, la ex­tra­ñe­za de este caso si­gue ha­blán­do­nos a no­so­tros, a la vez pre­sos y car­ce­le­ros de nues­tra pro­pia exis­ten­cia.

Lucía Imbrogno
Lucía Imbrogno
Estudiante avanzada de Letras en la UBA, particularmente interesada en los vaivenes de la Literatura Inglesa. Lectora buscadora de ratos libres, corredora amateur, convencida de que el chocolate, la ópera, el café y Shakespeare son lo más en este mundo. Co-creadora de "Haciendo Bardo" (un curso de Shakespeare) en Horno Cerebral.