Crónica de noches poéticas, parte II

Masticando MASTICAR
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Crónica de noches poéticas, parte II

Las andanzas de aquel manojo de niños

En una de las paredes del escenario había una imagen de Atahualpa Yupanqui, en la otra una de Bob Marley. En el baño –a diferencia del lugar en el que había estado el viernes, en donde las paredes estaban llenas de indicaciones acerca de cómo tirar el papel y cómo apretar el botón del inodoro– había un gigantesco collage que recubría las paredes con imágenes de mujeres sensuales y bandas de rock. Pero no me quedé demasiado tiempo en el baño porque en el escenario ya estaba sucediendo una improvisación absurda en la que una chica bailaba mientras iba sacando papeles de un cofre y cada papel tenía una frase poética, y ella las pronunciaba, diciendo cosas como: “La niña apoyada en el aire abre la puerta sonora del fuego, la raíz de los mundos, el rugido de piedra de los leones”, y un hombre que simulaba estar borracho caminaba alrededor del cofre y le respondía: “Eso ya lo sabe todo el mundo”. Siguieron así durante varios minutos y luego terminaron cantando un tema de Charly García. Inmediatamente subió un guitarrista de blues que hizo unas buenas melodías que me hicieron sentir azul. Miré a la pared y vi que había una gran pintura azul acerca de la vida subacuática: peces, algas y remolinos de agua, en consonancia con el nombre del bar: “Camalotes”.

Subió un hom­bre bar­bu­do que leyó con voz gra­ve y re­so­nan­te sus emo­ti­vos poe­mas de sen­si­bi­li­dad pro­le­ta­ria. Cri­ti­có al am­bien­te ofi­cial de la poe­sía, dijo que eran unos me­dio­cres que solo bus­ca­ban el lu­cro, y dio nom­bres. Cuan­do ter­mi­nó lo aplau­di­mos gri­tan­do un sa­pu­kai. Subió otro mú­si­co, un can­tau­tor que (cu­rio­sa y sig­ni­fi­ca­ti­va­men­te) hizo una can­ción de Fer­nan­do Ca­bre­ra. Yo re­cor­dé de re­pen­te que el día an­te­rior hu­bie­ra sido (si es­tu­vie­ra vivo) el cum­plea­ños de Ser­ge Gains­bourg. Y pen­sé, como siem­pre que pien­so en Ser­ge Gains­bourg, en Jor­ge Guinz­burg, por una se­me­jan­za de ape­lli­dos. Y Jor­ge Guinz­burg me hizo pen­sar en Allen Gins­berg. En­ton­ces bebí una copa a la sa­lud de aquel gran ge­nio en quien se ins­pi­ra mu­cho del es­pí­ri­tu y la mís­ti­ca de leer poe­sías en los ba­res.

revista mutt negro

El lu­gar es­ta­ba lleno y la gen­te ha­bla­ba ani­ma­da­men­te en las me­sas, lo cual im­pe­día en par­te que se pu­die­ra es­cu­char a los ar­tis­tas. De to­dos mo­dos, na­die pa­re­cía sen­tir­se in­hi­bi­do. Hubo una des­bor­dan­te se­gui­di­lla de nú­me­ros ar­tís­ti­cos. Un poe­ta acom­pa­ña­do de dos mú­si­cos leyó sus le­tras de cha­ca­re­ras, in­tere­san­tes, pro­fun­das, iró­ni­cas… Otro poe­ta ca­ris­má­ti­co y exal­ta­do de­cla­mó im­bui­do de un ur­gen­te ro­man­ti­cis­mo anár­qui­co. Un dúo de fol­klo­re-jazz eje­cu­tó una mú­si­ca como de pa­cha­ma­ma eléc­tri­ca, mien­tras la can­tan­te al­ter­na­ba poe­sías de ter­nu­ra hú­me­da y sel­vá­ti­ca. Un poe­ta se apa­re­ció todo ves­ti­do de rojo e in­ter­pre­tó un poe­ma vi­sio­na­rio y de­li­ran­te. Otro poe­ta ex­pu­so sus teo­rías so­bre la ma­te­má­ti­ca del amor. Un can­tan­te con ai­res de me­xi­cano ro­mán­ti­co punk ex­pre­só sus to­na­das mi­ni­ma­lis­tas. Un poe­ta pro­fé­ti­co y apo­ca­líp­ti­co en­to­nó un lar­go poe­ma en don­de las imá­ge­nes bai­la­ban y ex­plo­ta­ban como big bangs en el aire.

Todo co­rría de­sen­fre­na­da­men­te ha­cia los la­bios, y yo ano­ta­ba lo que veía en mi cua­derno, in­ten­tan­do des­cua­je­rin­gar mi ce­re­bro para po­der per­ci­bir las múl­ti­ples si­tua­cio­nes si­mul­tá­neas que se iban des­ple­gan­do. Vuel­vo a mi pre­gun­ta del co­mien­zo: ¿aca­so su­ce­de algo en una lec­tu­ra de poe­sías? Y mi res­pues­ta es que su­ce­de mu­cho más que “algo”. Cada poe­ta ex­pre­sa su uni­ver­so ima­gi­na­rio-sim­bó­li­co per­so­nal, y ex­po­ne su vi­sión sub­je­ti­va de la exis­ten­cia. En­ton­ces, quie­nes lo es­cu­chan, pue­den rea­li­zar por unos se­gun­dos o mi­nu­tos el via­je más fan­tás­ti­co y ma­ra­vi­llo­so que exis­te: el via­je ha­cia otro pun­to de vis­ta. Si al me­nos por un ins­tan­te, al­guien ha ver­da­de­ra­men­te sen­ti­do algo de lo que se dijo so­bre el es­ce­na­rio, es aho­ra una per­so­na más li­bre y su ima­gi­na­ción se ha en­ri­que­ci­do. Ese es el gran po­der de la poe­sía, un po­der li­be­ra­dor del que ape­nas nos es­ta­mos en­te­ran­do.

Por su­pues­to que en la poe­sía, al igual que en las otras ar­tes, hay ex­pre­sio­nes su­bli­mes y ex­pre­sio­nes me­dio­cres. In­clu­so tam­bién, qui­zás más que en otras ar­tes, al uti­li­zar algo tan sub­je­ti­vo, su­til y cam­bian­te como las pa­la­bras, las sen­sa­cio­nes que un mis­mo poe­ma pue­de ge­ne­rar en dos per­so­nas dis­tin­tas, o en la mis­ma per­so­na en mo­men­tos dis­tin­tos, es to­tal­men­te im­pre­de­ci­ble. Por eso, cada lec­tu­ra es un acon­te­ci­mien­to úni­co en don­de los mun­dos in­ter­nos y ex­ter­nos se en­tre­la­zan y pue­de o no, su­ce­der eso que lla­ma­mos… “la Ma­gia”.

En este caso que­da­mos tan pi­po­nes de ma­gia que cuan­do las lec­tu­ras ter­mi­na­ron y co­men­zó a to­car una ban­da de jazz im­pro­vi­sa­do psi­co­dé­li­co y ex­pe­ri­men­tal, nos fui­mos a co­mer una piz­za y to­dos es­tá­ba­mos exal­ta­dos, fre­né­ti­cos, ha­blan­do al mis­mo tiem­po, di­cien­do co­sas sin sen­ti­do…

El ci­clo de poe­sía, mú­si­ca y tea­tro “Dra­má­ti­co”, se rea­li­za cada dos se­ma­nas en dis­tin­tos lu­ga­res de zona nor­te. Es con en­tra­da gra­tui­ta. Para más in­for­ma­ción: https://www.facebook.com/ddramatico/

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