Si en el plano cinematográfico es el Grinch la creación que mejor simboliza el malestar frente a la temporada de festividades de diciembre, fue Charles Dickens quien forjó la figura del villano navideño por excelencia dentro de la literatura. Ebenezer Scrooge de A Christmas Caroll, un anciano avaro que considera a la Navidad como un horrible fraude, mientras maltrata a su asistente y elucubra nuevas formas de ganar dinero, tiene una sorprendente vigencia en la actualidad. El personaje fue creado a modo de crítica a la codicia sin límites, porque resume lo peor del capitalismo naciente del siglo XIX.
En 1842, un año antes de la publicación de su clásica novela, Dickens viajó por primera vez a Estados Unidos transformado en una celebridad. Dicha fama le había llegado gracias a las numerosas ediciones no autorizadas de sus libros que circulaban por América, las cuales popularizaron novelas como The Pickwick Papers y Oliver Twist entre los lectores del continente. Debido a esto, muchos vieron como contradictorio que el autor dedicara gran parte de su gira a reclamar una política de derechos de autor seria por parte de los editores americanos y que hiciera lobby por la causa frente a fanáticos y figuras influyentes del mundo político. La empresa fracasó de manera estrepitosa y puso al autor en una posición poco favorable, ya que sus palabras fueron vistas como un ataque a la libertad de prensa. ¿Acaso este hombre comprometido y amante de la crítica social tenía más puntos en común con el viejo Scrooge de lo pensado?
El escritor inglés tuvo un amargo retorno a su país, desengañado frente a unos Estados Unidos que no se parecía en nada a la tierra igualitaria y amable que imaginó durante su juventud. En sus escritos sostuvo que la opinión pública fue manipulada por gente que “lleva una vida muy confortable gracias a los cerebros de otros hombres, mientras estos últimos encuentran dificultoso ganarse el pan por su cuenta”. Esta imagen del artista genial que pasa hambre sin ser reconocido por su talento era popular gracias al Romanticismo, movimiento defensor del creador solitario al que la inspiración le llega mágicamente sin intervención externa. Una idea poética que ayudó, sin saberlo, a que el concepto de propiedad alcanzara el mundo de las ideas.
En Inglaterra la idea de Copyright existía desde el año 1710, cuando el Estatuto de la Reina Ana buscó proteger los textos originales de las reproducciones no autorizadas, por lo que Dickens nunca entendió la ferocidad del rechazo americano. Aunque gracias a dicha legislación las leyes de propiedad intelectual empezaron a ser adoptadas por distintos países de manera paulatina, aún eran comunes las ediciones piratas de libros exitosos y — no pocas veces — anónimos oportunistas se adjudicaron la autoría de historias ajenas a las que les hacían mínimos cambios. Todo esto mucho antes que mecanismos como la intervención creativa de obras preexistentes, el remix paródico y el pastiche intertextual fueran aceptados por los críticos literarios. Quizás aquellos arribistas hoy serían considerados pioneros de la literatura pop por ciertos círculos snobs.
Durante los primeros años de existencia de la imprenta el grado de originalidad de una obra no era motivo de preocupación. Quizás por eso cuando se publicó La divina comedia de Dante Alighieri en 1472 nadie advirtió las evidentes similitudes argumentales que tenía con El Libro de la escala de Mahoma, publicado 600 años antes. Allí el profeta musulmán emprende un periplo por el Más Allá, visitando el Infierno y el Paraíso al igual que el viaje propuesto en el poema de Dante. Más adelante el dramaturgo isabelino Ben Johnson, creador de obras influyentes como Volpone y El Alquimista, no dudó en usar fragmentos de autores como Séneca, Erasmo de Rotterdam y Nicolás Maquiavelo para redondear sus creaciones. Ejemplos como estos abundaron durante la era de la naciente industria editorial.
Charles Dickens se refirió de manera burlona a estos procedimientos en un fragmento de The Life and Adventures of Nicholas Nickelby. Cuando el protagonista se encuentra con un “caballero literario” de gran fama no duda en compararlo con algunos ilustres ladrones de la época, mientras sostiene: “Estaba por señalarle que Shakespeare tomaba algunos de sus argumentos de viejos cuentos y leyendas de circulación general, pero a mí me parece que ciertos caballeros hoy en día llevaron esa habilidad un paso bastante más adelante”. Un irónico Nickelby termina acorralando al dudoso autor y señalándole que sus mecanismos de escritura no diferían demasiado de la habilidad de un pillo que hurta las pertenencias de los bolsillos de un desprevenido transeúnte.
La preocupación del escritor por el tema transcendió su vida y en Londres el museo dedicado a su memoria destina un cuarto entero llamado Dickens and Copyright a su lucha por lograr que los autores reciban ganancias acordes a su popularidad. Es imposible no relacionar su compromiso con la causa y con los reclamos de músicos de distintos géneros que se alarmaron ante las posibilidades, que internet ofrecía, de compartir archivos de forma gratuita durante el último cambio de siglo. Una interminable serie de polémicas que obliga a los abogados a actualizarse de forma constante.
“Existe una larga discusión aún no resuelta sobre si toda la literatura no es más que una serie de referencias y alusiones” señaló Susan Sontag al defenderse de las acusaciones de plagio que sufrió en el año 2002, cuando se descubrió que algunos pasajes de su novela In América copiaban porciones de viejas biografías de la actriz polaca Helena Modjeska. Con seguridad a Charles Dickens semejante afirmación lo deprimiría y lo llevaría a concluir que su victoriana causa terminó en una derrota de épicas proporciones. Para colmo cada Navidad su célebre A Christmas Caroll es adaptada en decenas de libros infantiles y en películas que incluyen Muppets o a un Jim Carrey multiplicado en múltiples papeles gracias al uso de los efectos digitales. Un capítulo dickensiano para un cuento que todavía no termina.