La poética de Arthur Rimbaud (1854–1891) se sumerge en el ámbito de lo cotidiano, descience a lo bajo y lo trastoca. Acerca al lector a la carnalidad más expuesta con el único fin de develar que, debajo de lo prosaico y detrás de tanta materialidad, es posible asistir al centelleo de algo incomprensible y aterrador.
“Escribía silencios, noches, captaba lo inexpresable. Petrificaba vértigos”, manifiesta en “La alquimia del Verbo”, sección de su extenso poema en prosa Una temporada en el infierno. El lenguaje no logra aprehender de manera racional las imágenes sensoriales que se abultan en su obra. En ella, los cuerpos fragmentados, cosificados y degradados se alzan al nivel del poema para poner de manifiesto el costado inarmónico del ser.
La exhibición del cuerpo y de la carne dispone el ingreso a una visión del mundo que subvierte, desestabiliza y vacía ciertas concepciones mantenidas en la sociedad moderna, racional y pulcra. Esta sociedad —la que evita hablar de orificios, fluidos corporales, secreciones, infecciones y suciedad— es puesta en jaque por la descripción visceral de una Venus monstruosa que surge del agua mostrando su ano ulcerado.
Rimbaud no nos presenta en sus poemas un cuerpo entero y finito, sino la carne desnuda; una materia inconclusa e ilimitada que jamás, en su carácter fragmentario, podrá conformarse como una totalidad autosuficiente. Narices, espinazos, riñones, bocas, pies, anos son retratados por separado como partes de un todo partido que se encamina hacia la ruina.
En esta organicidad sin unidad posible, el cuerpo aparece atravesado por la vida, por la muerte y por las necesidades primarias de su carne, necesidades que funcionan como una especie de síntesis con la animalidad. Defecar, orinar, eyacular, babear, comer, entre otros procesos biológicos, serían esas instancias vitales de la existencia donde todo límite humano-animal queda corroído. Estas fronteras desdibujadas son las que abren paso a lo inquietante, a lo indeterminado. La animalidad sugiere aquello que no puede ser domesticado dentro de la vastedad de uno.
La idea del cuerpo como propio como totalidad cerrada, controlable e inalterable es puesta en cuestión permanentemente. El cerebro y su raciocinio son anulados.
“Dichoso en su presente, pálido en su recuerdo,
el hombre quiere ahondar, — y saber. ¡La Razón,
tanto tiempo oprimida en sus maquinaciones,
salta de su cerebro!” (“Sol y Carne”)
Denostada la razón, el camino errante hacia el infinito se abre. Cuerpo carnal y palpitante, entre fulgores de verdad “y rimando, perdido, por las sombras fantásticas…” como lo describe en “Mi bohemia”.
En la lectura de Rimbaud convivimos con ese fluir libre y rebelde que, como él y como su obra poética, no deja de dispersarse y al cual sólo se puede asistir en sus destellos calcinantes. Todas las imágenes que nos brinda en sus poesías, en apariencia bellas o consolatorias, esconden detrás diversas atrocidades.
La aspereza de la realidad es traspasada por esta poesía lacerante con el único objetivo de mostrar que, tras su pellejo rugoso, hay algo refulgente y a la vez horroroso que excede a toda racionalidad. El sujeto es arrastrado a la incertidumbre más plena. Se trata del desasosiego de una vida desabrigada, entre el hielo y el fuego del universo, que se vislumbra en la carne mutilada.