Borges es grande, inmenso y polifacético. Poeta, traductor, ensayista y cuentista, su obra se extiende por más de veinte años –aproximadamente entre las décadas de 1930 y 1950– en un país joven con una literatura que siempre pelea por autodefinirse.
Es un autor complejo, difícil de encasillar y, por tanto, muy estudiado. Beatriz Sarlo en su ensayo Borges, un escritor en las orillas (1995) y Ricardo Piglia en su texto “Ideología y ficción en Borges” (1979) parecen coincidir en que la mayor ficción borgeana ha sido sintetizar, tanto en su propia figura y en su obra, dos puntos —a primera vista disímiles—: el cosmopolitismo y la tradición. Autóctono e internacional, Borges se mueve por la poesía tanguera con la misma soltura que por la Edda escandinava. Hace de su estilo la irreverencia criolla. Desde su marginalidad rioplatense afirma que debemos, lejos de encerrarnos en un nacionalismo autorreferencial, “pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas”. En la cita de su célebre conferencia “El escritor argentino y la tradición” (publicada en 1953) concluye que “no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.”
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
Esta es la primera estrofa del “Poema de los dones” de Borges, donde la llamada “maestría de Dios” es haberle otorgado un gusto inmenso por la literatura y, al mismo tiempo, haberlo privado paulatinamente del sentido clave para disfrutarla de primera mano. Un movimiento cruel e irónico de la divinidad (o el Destino), tanto quizás como la sordera de Beethoven.
Borges, sin embargo, parece disfrutar de la rara clarividencia de los ciegos, cuyos ojos vacíos pueden penetrar en el oscuro corazón de la Biblioteca. Como escritor es claramente un lector voraz, compulsivo. En algunas ocasiones, sus lecturas aparecen explicitadas en sus prólogos o a través de notas al pie; otras veces se disfrazan de estructura o ingresan en las tensiones de la trama. Habla de libros, reales y ficticios: los menciona, los oculta y los inventa.
Mirado desde afuera, con la distancia que nos da el paso del tiempo, quizá podamos decir que la ceguera ha contribuido a engrandecer su figura lectora hasta hacerla emblemática, no sólo figurativamente sino de manera institucional: el 24 de agosto se celebra en Argentina el Día del Lector en conmemoración del aniversario de su nacimiento.
¿Cómo hacer, entonces, para encarar a este gigante?
Rutas hay muchas, pero acá va la nuestra. Así como Ariadna guió a Teseo, desde Letras les marcamos un recorrido posible por la laberíntica obra borgeana. Su libro de relatos Ficciones es una entrada maravillosa y, en especial, de los cuentos incluidos en el apartado “Artificios”. Allí, entre otros, están “La forma de la espada”, “El fin”, “Tema del traidor y el héroe”, “Tres versiones de Judas”, relatos no muy extensos en los que Borges pone en conflicto el acto de narrar, el concepto de ficción y su relación con la realidad de una manera magistral. Una vez cautivados, no dejen de pasar por los caminos de El hacedor, (en especial, el poema “Borges y yo”) y su encantadora e inigualable colección de relatos llamada Historia universal de la infamia.
Hay quienes dicen que un escritor, para poder dar luz a una creación verdaderamente propia, debe matar figurativamente a su antecesor. Sólo este ocaso de dioses endiosados podría dar vida a la nueva creación literaria. No olvidemos, sin embargo, que Teseo, para dar muerte al minotauro, tuvo que internarse en su laberinto. De la misma manera, para “matar” a Borges, primero hay que leerlo y, quizá en el camino, tengamos la suerte de aprender a disfrutarlo.