El miedo a lo desconocido ha sido, desde siempre, causa de mucha angustia. Hamlet, el príncipe dinamarqués de la obra homónima de William Shakespeare, llega a esta conclusión en su célebre soliloquio en el cual se pregunta por la razón de la existencia. La consciencia de la muerte –ese país del cual ningún viajero vuelve– pero, a la vez, el absoluto desconocimiento de lo que allí sucede es fuente de muchas ansiedades.
Sin embargo, el horror –que en la vida paraliza– en el arte ha creado una explosión de dinamismo, ya que ha generado siempre todo tipo de ficciones inquietantes que nos producen fascinación y aprehensión a la vez. A lo largo de la historia, diversas fantasías elaboradas han servido de espejo para nuestros rostros deformados de terror.
Hablar de galería de horrores es conjurar, entre otras, la figura de Edgar Allan Poe. Sus personajes torturados, perseguidos y malditos han causado pesadillas a más de una generación. Entre sus cuentos más célebres y terribles se destacan “El corazón delator”, “El gato negro”, “El barril de amontillado”, “William Wilson” y “La caída de la casa Usher”. Este último relato, además de retomar motivos propios de narraciones góticas (la casa señorial y desvencijada, síntoma de la decadencia de un linaje, y experiencias que escapan a lo racional) fue un notable antecedente para uno de los relatos que conforman las Crónicas marcianas (1950) del célebre escritor norteamericano Ray Bradbury.
En “Usher II, abril 2005”, un hombre llamado William Stendahl construye en Marte una réplica exacta de la casa Usher, siguiendo al pie de la letra cada detalle de la descripción de Poe. El problema surge cuando la división de Climas Morales, con el inspector Garrett a la cabeza, le informa que deben tirarla abajo, ya que todas aquellas cosas que hagan referencia a elementos fantásticos o seres imaginarios están en contra de la ley. No revelamos más detalles de la trama para que puedan leer con sus propios ojos la perversa reacción de William Stendhal en toda su inquietante y maravillosa dimensión.
Otro cuento digno de ser mencionado en esta galería de ensoñaciones terribles es “El horla” de Guy de Maupassant (1882). Este es un relato estructurado a la manera de diario íntimo en el que la limitación para distinguir la realidad de la fantasía está en la voz misma del narrador. Es decir que la fuente del terror no es tanto la idea, desde luego perturbadora, de una criatura que amenaza a la humanidad (el Horla) sino que lo que genera mayor desasosiego es la imposibilidad nuestra como lectores para establecer si el narrador está delirando o si dice efectivamente la verdad.
Un listado exhaustivo de obras terroríficas nos llevaría varias vidas. Basten estos tres relatos como puntapié inicial para adentrarnos en los laberintos horripilantes de nuestros miedos. A través de ellos vemos que, además de dar a luz a criaturas monstruosas y horripilantes, la literatura en particular nos ha mostrado de manera inquietante la fragilidad de nuestro intelecto y sus limitaciones a la hora de entender el mundo. A través del uso esquivo y hábil del lenguaje, las palabras se han animado a adentrarse en lo inclasificable: la locura, el sufrimiento y el crimen.
¿A qué extremos puede llegar un hombre? William Stendhal, el literato millonario de Bradbury, nos diría que para responder a esta pregunta no tenemos más que acudir a nuestra biblioteca.