La Grecia Antigua no sólo vio nacer las disciplinas que forjaron los cimientos del pensamiento actual, como la filosofía, la medicina, la historia y la geografía, sino que también fue cuna de poetas que cantaban tanto del amor y los placeres así como de las hazañas de los dioses, los héroes y los hombres. Sus cantos, por lo general, iban acompañados por la lira, un instrumento de cuerda punteada con forma de ábaco. De todos ellos, tres se distinguen de manera particular, tanto por la emoción como por el arte de sus versos.
La poetisa Safo de Mitilene —también llamada Safo de Lesbos— es conocida por una historia trágica de un amor no correspondido. Safo se había enamorado de Faón, un hombre amado, a su vez, por Afrodita. La poetisa le escribe a la diosa del amor para suplicarle que Faón retribuya su pasión. Sin embargo, al no verse correspondida, decide suicidarse —como solían hacer los enamorados por aquel entonces— lanzándose desde la roca de Léucade al mar. Tiempo después, el poeta latino Ovidio retomó el mito y lo popularizó, convirtiendo a Safo en una heroína. “El Himno en honor a Afrodita” es el único poema que se conserva íntegramente completo de la vasta obra de la poeta griega. En él, Safo apela fervientemente a la diosa a través de sus versos:
¡Oh, tú Afrodita reina de los cien escaños,
hija de Zeus, inmortal, dolosa:
no me acongojes con pesar y erotismo
ruégote, Cipria!
Mientras que Safo navegaba las aguas turbulentas del despecho, otro poeta paseaba con su lira cantándole al vino y al amor. Anacreonte era su nombre, y en sus poemas se refiere a la relación de afecto que la poetisa mantenía con sus alumnas, describiendolo como un amor sexual. Tales escritos determinaron que, con el paso del tiempo, se expandiera la idea y nacieran los términos “lesbianismo” y “safismo”.
Los versos de Anacreonte se caracterizan por sus descripciones sensuales, en las que se puede leer un intenso amor hacia los placeres de la vida. Basta con observar el siguiente fragmento de su poema, “A una doncella”:
Onda quisiera ser para bañarte,
ungüento y perfumar tu piel de nieve,
banda y el alto seno sujetarte, perla y
fulgir en tu garganta hermosa,
¡o ser quisiera tu sandalia breve, que,
como tú la huellas, es dichosa!
Contemporáneo a él, el poeta Píndaro aparecería en la escena de las letras clásicas. Es uno de los más célebres creadores de versos de toda la época clásica. Cuando joven, participó en un certamen de poesía en el que fue vencido por la poetisa Corina de Tanagra. En esta ocasión, fue ella quien le regaló un gran consejo: “sembrar a manos llenas, no a sacos llenos”. Píndaro parece haber aprendido de aquella experiencia, y podemos pensar que los siguientes versos florecieron de aquella derrota:
aquel que al contemplar los rayos rutilantes
que brotan de los ojos de Teóxeno
no siente el oleaje del deseo, de acero
o de hierro tiene forjado su negro corazón
con fría llama y, perdido el aprecio de Afrodita,
la de vivaz mirada.
La excepcionalidad de estos poetas, tan cercanos y tan lejanos a la vez, radica en la vigencia que encontramos en sus versos. Sin ir más lejos, entre las numerosas citas que nos llegan de atribuidas a Píndaro, se lee por ejemplo: “No aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible”. Tales palabras no pueden sino resonar en nuestra cabeza y en nuestra interioridad con una fuerza especial, en nosotros, que, pese a nuestra furiosa reafirmación en la modernidad —cada vez más tecnológica y digital— seguimos teniendo las mismas preguntas, las mismas angustias acerca del paso del tiempo, la vida y la eternidad.
Muchas veces se ha dicho que Grecia es la cuna de la civilización. ¿Qué quiere decir esto? ¿No será que, al leer la profundidad del pensamiento y del sentimiento de estos excelsos poetas nos imaginamos que ya en esta época antigua, todo pensar, todo sentir, ya habían sido concebidos? Resulta extrañamente reconfortante ver que, a pesar de toda la profundidad y la sabiduría de los siglos, las penas y los placeres son tan parecidos a los nuestros.