Estos seres a los que les encanta rondar por las bibliotecas, acomodarse entre estantes e instalarse entre libros, han sido destinatarios de numerosas páginas de grandes escritores fascinados por su presencia. Las citas que siguen son una arbitraria muestra de lo que los gatos han hecho escribir, reflexionar y sentir a algunos de autores más sobresalientes del mundo de las letras.
Muriel Spark, escritora estadounidense, comenta en su novela Muy lejos de Kensington que tener un gato en la casa le permite a uno concentrarse en la escritura:
El gato se acomodará y estará sereno, con una serenidad que escapa a toda comprensión. Y la tranquilidad del gato gradualmente se le transmitirá a uno mientras está allí sentado, de tal modo que todos los elementos excitables que impiden la concentración se apaciguarán y le devolverán a su mente el autodominio que ha perdido. No hace falta mirarlo todo el tiempo. Su simple presencia es suficiente. El efecto que tiene un gato en la capacidad de concentración es extraordinario y muy misterioso.
El gato parece funcionar como un portador de la paz necesaria para poder apartarse de la rapidez con la que gira el mundo y entrar en otro tiempo. El hecho de que esté ahí observando los autos pasar, o el vaivén de las hojas de un árbol, es suficiente para empezar a percibir otra dimensión. A veces alcanza con verlos mirar por la ventana. Observarlos mientras que, de alguna forma, fusionan el mundo interior con el exterior, desplegando una armonía inexplicable. Podríamos decir que eso es un gato y que así surgen grandes literaturas.
Julio Cortázar, especial adorador de gatos, incluyó la presencia gatuna en Rayuela al describir las cosas que maravillan a la Maga en las calles de París. Luego de referirse a una serie de pequeñas cosas que resultan grandes atracciones para el personaje, como un viejito tomando sol o el estado del pavimento, el narrador hace especial hincapié en el misterioso animal: “y los gatos, siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat gatto grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de las baldosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguaje entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y advertencias.” Podría decirse que Julio era un excelente ejemplo de hacedor de literatura a partir del contacto con los gatos. Su literatura tiene forma de gato, su lenguaje que parece un maullido, una mezcla de idiomas con un sentido muy particular. Las historias parecen nacer en gatos y ser atravesadas por gatos. En este sentido, es necesario recordar aquel cuento suyo, “Orientación de los gatos”, en el que tanto Alana, novia del narrador, como el gato Osiris tienen la cualidad de percibir y poder pasar a aquel otro lado –ese más allá– tan intrigante para Cortázar.
A Charles Bukowski lo maravillaba la personalidad de los felinos y decía que aprendía de ellos. También opinaba que tener muchos gatos permitía vivir más tiempo. Aldous Huxley –célebre autor inglés, mejor conocido por su novela Un mundo feliz– habría dicho que para escribir sobre la psicología humana había que llevarse un par de gatos. Herman Hesse, a quien le encantaba perseguir a su gato por la casa, escribió “Quien no encaja en el mundo está siempre cerca de encontrarse a sí mismo”, ¿y qué mejor que hacerlo con un gato? Ray Bradbury consideraba que “a las ideas hay que tratarlas como gatos, hacer que nos sigan”.
Jorge Luis Borges, dueño de un gato llamado Beppo, escribió el siguiente poema:
A un gato
No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.
Estos seres particulares guardan un misterio, como un libro cerrado. Si uno los mira a los ojos, percibe una historia que atesoran como un secreto en su interior. Uno al verlos sabe que hay algo ahí, resguardado por sus cuatro patas y sus bigotes prominentes. Bajo esas orejas tan pequeñas que parecen escritas con ternura, uno se encuentra con esa mirada, tan mística, llena de una sabiduría desconocida, proveniente de otros mundos. Uno percibe y llega a adorar esa dualidad congregada en su ser. Ellos van desplegando el misterio en su andar, como una llave enigmática bamboléandose en la mano de alguien en cámara lenta, anunciando que el secreto, sea cual sea, se encuentra ahí. Es cuestión de escucharlos, de hacerles preguntas, de observarlos y leer lo que están diciendo. Las historias emanan de ese contacto. Cuando se quedan mirando la nada, quietos y pensativos, en realidad están mirando por un portal (si observáramos mejor, veríamos ese otro mundo también). Si escucháramos sus maullidos, ese lenguaje tan particular que cada gato personaliza con su matiz de voz y su pronunciación, veríamos que dicen frases completas en español, en inglés, en francés, y váyase a saber en qué otros idiomas más. Su lenguaje es una conjunción de idiomas que todas juntas forman “miau”. A veces dicen “mamá”, “te quiero”, “¿te vas?” y hasta “creo que este mundo es sumamente extraño, a veces pienso en viajar, pero me acomodaré en tu falda porque se ve cálida y cómoda”. Esto último puede ser dicho, la mayoría de las veces, solo con una mirada fija, sostenida a través del silencio.