La historia de Medea y Jasón es la de dos migrantes que buscan escapar de la guerra para conseguir un futuro más apacible en New York; sin embargo, el american dream no es tan fácil de alcanzar. Jasón es un estafador, una especie de gigoló que seduce a mujeres ricas para poder quitarles su dinero. Por su parte, Medea –quien también se gana el pan con trabajos poco honrosos– va a buscarlo a su nueva casa en Park Avenue para descubrir que esta vez su esposo ha decidido abandonarla.
La obra nos muestra lo pérfido del american way of living: el capitalismo provoca que los lazos de solidaridad se rompan y que prime la ley del más fuerte. Esto se refleja fuertemente en las composiciones de los personajes: por un lado encontramos a Jasón (Nacho Gadamo), quien ve un negocio más ventajoso con una nueva esposa, cambio que no le produce ningún tipo de remordimiento en la consciencia. Otro ejemplo de esto es el padre de la novia (Pablo Finamore), cuyas piernas fueron cercenadas tras un accidente laboral. Luego de cobrar una indemnización, invierte el dinero en talleres clandestinos y con gusto pasa a formar parte de la clase explotadora. A diferencia del Creonte de Eurípides, quien sabe que está siendo injusto con Medea y es capaz sentir compasión, el personaje que aparece en el escenario desborda cinismo a través de una actuación que está más cerca del grotesco que del realismo.
Un párrafo aparte se merece el personaje de Medea, encarnado por Valentina Bassi. Interpretar a un personaje que es un clásico del teatro no es tarea fácil, pero Bassi lo logra con maravillosa gracia. Sin caer en la exageración ni en una actuación sobrecargada, da vida a una Medea dolida, humillada pero fuerte.
La podredumbre de la Gran Manzana no solo se acentúa a través de la actuación: todo el universo que propone Lía Jelin, directora de esta obra, parece responder a la misma lógica. La puesta en escena –desde la elección de vestuario hasta la música en vivo– está revestida de una estética oscura. El vestido de Medea nos remite a la mujer griega mientras que los borcegos negros y los pelos alborotados la vinculan con el movimiento punk. La música está en concordancia con el mundo ficcional construido. Los dos músicos que tocan en el escenario lo hacen a un volumen excesivo que por momentos sacan al espectador de la ficción. Lamentablemente, en la función a la que asistimos hubo problemas de sonido: los micrófonos fallaron, y al no poder entenderse lo que se cantaba, la banda opacó a los diálogos.
Según Hugo Francisco Bauzá –doctor en Letras y profesor de la Universidad de Buenos Aires–, el mito es un arquetipo al cual el hombre se acerca para valerse de él como modelo, o bien para buscar en su semántica respuestas del día a día. Dea Loher encuentra en la tragedia de Eurípides la estructura necesaria para evidenciar los problemas actuales de la migración y las consecuencias del capitalismo. En un mundo donde las historias de desplazados y los discursos de Donald Trump ocupan la primera plana, no nos sorprende que el mito de Medea siga tan vigente. Tanto Eurípides como Loher nos advierten lo mismo: llegar a la tierra prometida es un desafío, pero vivir como un extranjero también lo es.
La obra puede verse en el Centro Cultural Konex (Sarmiento 3131) los viernes y sábados a las 21 horas hasta el 30 de septiembre.
Ficha técnico artística
Dramaturgia: Dea Loher.
Traducción: Mercedes Rein y Dieter Schonebohm.
Actúan: Alfredo Allende, Joaquin Barrios, Valentina Bassi, Octavio Estrín, Pablo Finamore, Nacho Gadano y Matias Strafe.
Vestuario: Julio Suárez.
Escenografía: Julieta Ascar.
Diseño de luces: Sandro Pujia.
Música original: Octavio Estrín.
Diseño gráfico: Nicolás Galanzino.
Asistencia de dirección: Matias Strafe.
Producción ejecutiva: Gregorio Vatenberg.
Dirección: Lía Jelín.