La sala está llena y en silencio mientras se espera que la obra comience. La luz se vuelve tenue y cálida mientras que una música lenta y sensual empieza a sonar. Poco a poco vamos visualizando cuatro mujeres que en una sosegada caminata –similar a una procesión– bajan desde una galería hasta el escenario. Salta a la vista la primera obviedad: los cuerpos están desnudos. Gracias al paso pausado y a la falta de ropa podemos apreciar como las caderas de las bailarinas se mecen al compás de los acordes. Son cuerpos para ser mirados, para ser acariciados con los ojos… pero esta apacible belleza no dura mucho.
Conforme la obra avanza, los cuerpos se rebelan contra esta actitud voyerista y objetivizante. Esto lo podemos apreciar, por ejemplo, cuando las cuatro bailarinas se sientan en el proscenio llevando a cabo una única acción: mirar al público. El efecto es sumamente poderoso: al caer la cuarta pared –que permitía ser un observador inadvertido– enfrenta al público con el hecho de que él también puede ser observado.
En el ballet romántico, la bailarina –vestida con falda de tules– se caracteriza por una feminidad etérea, se mueve como si su cuerpo fuese liviano y los movimientos no le costasen esfuerzo alguno. Pero aquí no estamos en el ballet. La Wagner propone mostrar la exigencia desbordante que implica danzar durante sesenta minutos. Los movimientos reiterados nos dan cuenta de que estamos frente a cuerpos que trabajan, es decir, que ponen en evidencia las acciones físicas y sus consecuencias. Las bailarinas son de carne y hueso, por ende transpiran a causa del desgaste físico. Cuando ellas se acercan al micrófono podemos apreciar el agotamiento a través de su respiración agitada.
La Wagner se aleja de la mujer de la danza clásica caracterizada por ser un objeto de deseo, quien, siempre desde un plano platónico, está hecha a medida del placer masculino. Aquí los cuerpos se permiten satisfacer sus propias pulsiones, el sexo –temática ya trabajada por Rotemberg en sus producciones anteriores– es parte significante de la obra. La sexualidad está asociada a un costado animal, a un juego de poder entre dominador y dominado cargado de violencia. El planteamiento que se hace es que en el sexo no hay placer sin dolor y hay placer en el dolor, como dos conceptos indisociables. El clímax se alcanza cuando se anuncia “la violación de Carla Rímola”: este acto quiebra la ficción ya que la bailarina que es violentada porta ese mismo nombre.
La escenografía, que consta únicamente de cuatro sillas forradas con cinturones y un micrófono de pie, acentúa la violencia que la obra emana. Es en este espacio despojado que las bailarinas producen movimientos que se caracterizan por las caídas reiteradas al suelo, los golpes autoinflingidos y los producidos por otros.
La obra concluye de la misma forma que comienza: con una caminata. Sin embargo, las mujeres de paso afelpado que se ofrecían a la observación se transformaron en seres que, no sólo se exponen ante la mirada, sino que la devuelven. Es en una atmósfera bañada por luz roja que podemos apreciar la conclusión de una metamorfosis: ya no estamos en presencia de mujeres de corte romántico sino ante verdaderas valquirias.
La obra puede verse todos sábados a las 21 horas en Espacio Callejón (Humahuaca 3759) hasta el 30 de julio.
Ficha técnico artística
Dramaturgia: Pablo Rotemberg
Intérpretes: Ayelén Clavin, Carla Di Grazia, Josefina Gorostiza, Carla Rímola
Iluminación: Fernando Berreta
Escenografía y objetos: Mauro Bernardini
Edición musical: Jorge Grela
Video: Federico Lastra, Francisco Marise, Soledad Rodríguez
Banda de sonido: Jorge Grela, Phill Niblock, Pablo Rotemberg, Armando Trovajoli, Richard Wagner
Sonido: Guillermo Juhasz
Fotografía: Paola Evelina Gallarato, Juan Antonio Papagni Meca, Hernán Paulos
Coreografía: Ayelén Clavin, Carla Di Grazia, Josefina Gorostiza, Carla Rímola, Pablo Rotemberg
Dirección: Pablo Rotemberg