Así como la película en la que está basada, Un hombre equivocado se plantea un dilema ético y moral: ¿hasta dónde está bien guiar una vida bajo ciertos principios? La historia –bastante increíble pero no por ello menos real en el contexto argentino– narra la situación de unos vecinos de un barrio suburbano sin agua corriente. En el día menos pensado, las cuadrillas municipales hacen acto de presencia para realizar la instalación que les permitirá dejar de bombear agua de napas subterráneas. Sin embargo, como una broma cruel del destino –o de la burocracia–, los límites del partido que realiza la instalación cortan el barrio a la mitad y dividen a aquellos que recibirán agua… de aquellos que no. El capataz a cargo de la obra les ofrece extender el entubado por unos pesos extra. Todos quieren arreglar, excepto Luis Bellomo.
La historia está contada desde el punto de vista de Olga, la esposa de Luis, a su nieta Elena, treinta años después que todo haya sucedido. En este sentido, es interesante ver cómo Villanueva Cosse –el director– se las ingenia para trasladarnos desde el presente al pasado sin confundirnos. Para ello se vale del excelente diseño de iluminación de Leandra Rodríguez, así como también del vestuario elegido por Daniela Taiana. Este presenta un caso interesante: Olga es el único personaje que se mueve en las dos esferas temporales, por lo cual sus ropas –al igual que las de Elena, que se mantiene como espectadora de la escena– se mantienen dentro de una paleta coronada por ocres y rojos oscuros. El pasado, sin embargo, viste de otro color: una mezcla entre verde y azul, entre sucio y gastado, el mismo que adornan las paredes que enmarcan la escena, y que sirven para las diferentes entradas y salidas de los personajes.
Luis y Olga viven en una casa y al lado, su hija Graciela con Mario, su marido. La decisión de Luis de “no tranzar” hubiera pasado desapercibida si no fuese porque ambas familias comparten la bomba manual y porque Graciela está embarazada. Ella se inclina al pragmatismo de la coima: quiere que su hija goce de la comodidad y la facilidad de una vida con agua corriente. La forma de lograrlo es algo que Luis no puede comprender –“Diga como se diga, una coima es una coima”– y que detona el conflicto en la familia: él no entiende cómo hizo para criar a una hija coimera, y ella cree que es un loco, caprichoso y obstinado.
La escenografía compuesta por Gabriel Caputo, por su parte, ofrece un recorrido cercano a la guerra de opuestos que plantea la trama: por un lado, una cama de hierro que a todas luces parece ser cómoda, y un cielo plagado de alambres de acero que recuerdan el fluir del agua, coronada por un cielo despejado; por el otro, la bomba de agua manual con la que Luis y su familia extraen agua todos los días. La metáfora es sutil pero clara: los que tendrán agua corriente versus los que no.
La dramaturgia de Cossa plantea los hechos delicadamente hasta llevarnos a un final lleno de tensión. ¿Hasta qué punto se puede ser honrado? ¿Y a costa de qué? Hay un atisbo de respuesta en boca de Elena, nacida en el medio de ese despelote: “Los principios se siguen hasta el final, de lo contrario no son principios”. Sin embargo, no pretende ser unívoca: en un país donde las “gauchadas ilegales” son moneda corriente, el debate sobre la integridad y la decencia seguirá fuera y lejos del escenario, en la mente de cada espectador.
La obra puede verse de jueves a sábados a las 21 horas y domingos a las 20.30 horas en el Teatro Nacional Cervantes (Libertad 815) hasta el 30 de octubre.
Ficha técnico artística
Autoría: Roberto “Tito” Cossa.
Actúan: Tony Lestingi, Leandro Barcelo, Sofía Bertolotto, Alejandra Darín, Maia Francia, Facundo Godoy, Gustavo Pardi,Manuel Vicente, Vando Villamil y Abel Zárate.
Vestuario: Daniela Taiana.
Escenografía: Gabriel Caputo.
Iluminación: Leandra Rodríguez.
Música: Mariano Cossa.
Asistencia de dirección: Marcelo Mendez.
Producción: Yamila Rabinovich.
Dirección: Villanueva Cosse.