Tal vez ninguna otra danza le quede mejor a las chicas de Buenos Aires que la danza de la murga. Les queda bien, ni más ni menos que eso. Cuando ves a la veintena de pibas bailar en el corso del barrio, te das cuenta que ese brillo tan característico proviene de un cuerpo que hace algo que le es propio, genuino, que no simula, que no se preocupa, que no necesita alcanzar legitimidad en la copia —siempre a medio pelo— de una danza que culturalmente no le pertenece.
Por eso, esta danza aparenta ser tan fácil y orgánica: porque es la forma más propia que estos cuerpos citadinos, acostumbrados a transitar entre miles de otros cuerpos, en una ciudad que se desliza veloz y violentamente, encontraron para expresarse. Es una danza de descarga, sostenida en los búm búm de los bombos y platillos, que sale por las piernas y los brazos; pero es también una danza de detalles que se develan en la minuciosidad de ciertos recorridos de los pies, en la elección y el bordado de ciertos símbolos que lucen las levitas.
Es también —y esto no es poca cosa— una danza de hombres. Son pocos los espacios que los hombres tienen para bailar, y en la murga, bailan de verdad. Se puede percibir el disfrute, el deseo, la alegría y la agitación del cuerpo siendo y diciendo, siempre entre otros, siempre con otros. Y este otro aspecto, el de la sociabilidad que le es propia a la murga, tampoco es menor. Es una danza de muchos: de niños, niñas, hombres, mujeres, travestis, viejos y viejas, en donde pareciera haber lugar para todos y todas. Esa grupalidad en la danza, también permite un espacio para la individualidad, tanto para el movimiento como para el diseño y elaboración de los vestuarios.
Los contrapasos que realizan los pies, la vibración de los hombros, el movimiento de la cadera, el latigueo de los brazos que provienen del movimiento de la pelvis, sumado a los saltos y patadas, a la expresividad del uso de las manos (vistosamente enfundadas en guantes) y a la incorporación de la galera como un objeto con el qué bailar, hacen de la murga una danza absolutamente única, rica, compleja, acrobática, que se repite en decenas de cuerpos distintos en cada presentación.
Durante esta perfomance que tiene como espacio escénico a la calle (un dispositivo al ras que permite contemplar la danza —al otro— en un mismo plano), el ojo del espectador viaja libremente de un cuerpo a otro, sin una jerarquización ni una indicación de lo que hay que ver. Supone así un espectador activo que recorre visualmente un espacio dinámico y heterogéneo, en el que los bailarines transitan libremente y deciden dónde y en qué momento desplegar su danza, haciendo del caminar en la escena no una ausencia de movimiento, sino un elemento más relacionado al cuerpo y al espacio.
Así se presenta, si nos animamos de alejar por un rato el prejuicio, la danza de la murga: un movimiento bellamente desordenado, genuino, orgánico, expresivo, que genera espacios para ser visto de muchas maneras. Pero también y sobre todo, como un espacio de descarga energética y corporal, y fundamentalmente como un espacio de resistencia política y cultural. Una rica expresión popular que, como un espejo, nos recuerda durante un mes entero, cada año, todos los años, de qué estamos hechos.