El cine de terror siempre existió, incluso desde antes que el propio cine. La primera película del género de la que se tiene registro es la francesa Le Manoir du Diable (o, en castellano, La mansión del diablo), que fue realizada en 1896, cuando este formato recién comenzaba a aparecer.
Históricamente, siempre fue un género enfocado a unos pocos, con no demasiado dinero para su producción y relegado a proyecciones de trasnoche. Claro que hay excepciones, como The Exorcist (El Exorcista, 1973), que a fuerza de polémicas y buenas críticas llenó salas de gente, pero en general, nunca fue “la taza de té” de los espectadores.
Pero esto cambió radicalmente en 1999.
Cuando The Blair Witch Project (El Proyecto Blair Witch) se estrenó luego de una larga campaña viral (antes de que las campañas virales sean la norma), el público se rindió a sus pies. Sí, luego las críticas fueron dispares, pero la curiosidad ganó y obligó a millones de personas a correr a su cine más cercana para ver qué había sucedido con los tres campistas del bosque de Black Hills.
Esto provocó que una película que apenas había costado poco más de veintidós mil dólares recaudara casi doscientos cincuenta millones. Y así fue como todo comenzó. O, mejor dicho, renació.
Los productores vieron en esta fórmula algo que podría tener futuro. Porque, ¿qué importaba invertir cien o doscientos mil dólares en una película que, aunque fracasara, iba a costear sus gastos? Ahí había algo, y hubo alguien que enseguida supo explotarlo.
Jason Blum es un productor que, desde comienzos de siglo, está trabajando en lo que él llama “microproducciones”: películas que se filman con rapidez, que son baratas, pero que cumplen ciertos estándares de calidad (que cada uno juzgará luego de verlas, claro). Su primer paso, Paranormal Activity (Actividad Paranormal) dobló la apuesta de Blair Witch: rodó la película por apenas quince mil dólares.
Esa mínima inversión (con algunos extras sumados en campaña, publicidad, etcétera) se multiplicó hasta llegar a los doscientos millones de dólares, una ganancia inaudita.
Así fue que nació Blumhouse, la productora que desde 2007 da una o dos películas de terror anuales. Aunque ahora se puede dar algunos lujos, como pagar cuarenta millones por The Conjuring 2 (El Conjuro 2, 2016) que, para variar, también le dio altísimas ganancias, con una recaudación mundial que superó los trescientos veinte millones.
Gracias a Blumhouse (y teniéndola como protagonista indiscutida) es raro que pasemos una semana sin películas de terror en la cartelera local. Mientras IT (2017) sigue sumando, en octubre se estrenó The Unspoken (El origen del terror en Amityville, 2015), la remake/protosecuela de Flatliners (Línea mortal, 2017), el 19 se estrenó (no es chiste) Amityville: The Awakening (Amityville: El despertar, 2016) y como si fuera poco, la fiesta oscura sigue con el regreso de Jigsaw (Jigsaw: El juego continúa, 2017).
Todos estos casos comparten una cualidad: son películas que los grandes estudios hacen con las sobras de otras producciones. Entonces, es claro: a la audiencia le gustan las películas de terror, a las productoras no les cuesta hacerlas y, para colmo, a causa del primer ítem los empresarios detrás de ellas comen caliente todos los días.
Si tenés más de treinta o treinta y cinco años y siempre estuviste “en el margen” por ser fan de las películas de terror y/o los cómics, estos días son extraños. Todo eso que vos tenías y que parecía que sólo era tuyo, ahora es lo más popular del mundo. A algunos les encanta, otros sienten que descubrieron su más preciado secreto y se lo están repartiendo a todos. Sea como sea, no importa: la realidad es que si te gusta podés disfrutarlo y, si no te gusta, ya vendrá la nueva cosa que reemplazará lo que hoy está de moda. Lo único que podemos hacer desde acá es rogar que no vuelvan a ser vampiros brillantes con las hormonas descontroladas.