Evidentemente la proyección de ciertas películas en BAFICI no responde al normal funcionamiento del dispositivo cinematográfico: la cercanía de la instancia productiva –que asiste a la sala y condiciona con su presencia la respuesta del público–, los grupos de aguante –invitados preferenciales en constante manifestación–, y la impresión continua de estar sentado en una fiesta privada y ajena, son factores nada despreciables para entender el funcionamiento particular de una “proyección festivalera”. Las hijas del fuego empezó con los aplausos de sus conocedores, con los cuerpos de las actrices instalados en la sala y con la sensación de que se asistía a la puesta en escena de un canto de resistencia. La productora, de hecho, advirtió que la película se instalaba en “las grietas de lo dominante”. Nada menos. Todo muy aplaudible.
Lo que sigue es un largo viaje, y es también (si se puede decir así) una extensa paja. Una road-movie típica pero sin (auto)descubrimiento. Una porno coral, lésbica y sofisticada, de esas que vienen con historias, pero sin la honestidad instrumental del género. Desde el principio es evidente que la pareja protagonista carece de un conflicto que determine su partida. Casi sin pensarlo emprenden un viaje para conocer a “la suegra”, sin que eso genere el “drama del rechazo”. Esas retozonas jovencitas están felices. Tienen proyectos (filmar una porno). Se conocen lo suficiente y su sexualidad está tan lubricada como para asegurar que terminan su recorrido volviendo al punto de partida. Completamente iguales. Ellas no experimentan cambios. El invitado y casi obligado al cambio es el espectador (operación fundamental de todo manifiesto, lanzado a la programación de las conductas y de los afectos). A él se le abre la intimidad del viaje lésbico pero sólo para que mire, aprenda y reflexione sobre sus elecciones identitarias, en dónde y cómo marca la línea que lo separa de “l@s otr@s”. Las hijas del fuego, dicen por ahí, es “porno-político”, un manifiesto homosexual y feminista. Aplausos de nuevo.
Importa pensar, en primer lugar, frente a qué dominancia se manifiestan Las hijas del fuego (porque, de manera evidente, la película delimita un espacio de enfrentamiento y actúa de vanguardia): ¿el porno como mercantilización del cuerpo femenino? ¿El cuerpo femenino como objeto del deseo masculino? ¿El deseo femenino o el sexo homosexual como parte excluida de la norma social? ¿La belleza hegemónica como imposición cultural de lo deseable? Por el avance de la historia pareciera que lo importante es representar la mayor variedad de mujeres posible y estrechar paulatinamente la complejidad de su relación con lo masculino. Albertina Carri y su equipo se esforzaron en conseguir un heterogéneo grupo de mujeres para dar cuerpo a Las hijas del fuego. Son ocho (sí, como en el libro homónimo de Gérard de Nerval que se lee en la película) las que terminan subidas al viaje programado de la pareja protagonista. No todas homosexuales pero sí libres o liberadas. Todo parece muy fácil en la utopía feminista de Albertina. Los hombres no dan pelea, el amor surge por generación espontánea, el desprendimiento emocional es inmediato y la suegra es una vegana que planta hongos alucinógenos. La felicidad no tarda si una se entrega al goce desatado o tiene la suerte de ser mujer y cruzarse por los caminos del sur con esta banda de heroínas que de un golpe y torpemente liberan a la santita de su formación religiosa o a la casada de sus sometimientos maritales.
Es importante, en segundo lugar, preguntar algo esencial: ¿cómo hacen Las hijas del fuego para escapar a la dominancia del porno como género del audiovisual? Es decir, ¿cuál es el diferencial que las saca de la mercadotecnia de los cuerpos y las pone en la alfombra elegante de los festivales de cine independiente? Mientras las protagonistas van perdiendo densidad como personajes hasta convertirse en estereotipos, mientras el relato se empobrece y asume la evidencia de una excusa, crece la enunciación de conjunto –el grupo, la (com)unidad, el “nosotras” homogéneo– y las subjetividades se ahogan en un charco de cuerpos entregados al placer. Lo que no se confunde, lo que para nada pierde protagonismo, son las miradas que lanzan o que reciben esos cuerpos. Las mujeres de Carri despliegan su desnudez, abren sus piernas, sueltan sus manos, escarban su sexualidad, gozan y gozan indefinidamente mientras se saben objeto de la mirada ajena y la ignoran. Irrumpen a los besos en los bares y se pasean por toda la película refregando su amor o su deseo a todos “l@s otr@s” que se cruzan por la pantalla. Llaman y niegan, esquizofrénicamente, la atención, están en su viaje, y solo responden a la mirada y al deseo de “las otras” que en toda su variedad son iguales entre sí.
En este punto Las hijas del fuego marcan una división radical y pervierten (si se puede decir así) la pornografía. Toman de ella la monotonía descriptiva y narrativa pero no para entregarse abiertamente a la conexión con el otro lado de la pantalla sino, al contrario, para aislarse por completo y poder decir que pueden vivir sin él, sin ese personaje que el porno necesita y agasaja. Sin el espectador.
Él, claro, atiende y toma nota (no hay invitación para su mirada deseante): “El problema no es la representación de los cuerpos; el problema es cómo esos cuerpos se vuelven paisaje ante la cámara”. Clarísimo (?). Frases como esta, en la verborragia auto-consciente de la narradora, de seguro le darán un arsenal conceptual para deconstruir al patriarcado y, si hace las anotaciones correctas, sabrá cómo realizar una no-porno poli-amorosa lésbica anti-normativa (que, con un poco de suerte, ganaría el próximo BAFICI).
Finalmente, todo parece exagerado. El goce, de taaanto goce, muestra su puesta en escena. El amor, de tanto amor, se vuelve empalagoso. La diversidad, el juego, la parodia, la pose y la libertad se agigantan hasta el ridículo. En un momento de La Flor (esa película gigante de Mariano Llinás que causó tanto revuelo en el Festival) el narrador advierte que no planea convertir su película “en un tratado cinematográfico, diciendo que la figura humana esto y que el paisaje esto otro…”. Parece un comentario teledirigido para Albertina. Y es que su película, quizá sin quererlo, se pone demasiado seria. Arremete contra la hetero-normativa intentando la imposición (simbólica) de un nuevo orden, una nueva norma(lidad), y trazando todavía más la línea que separa los cuerpos, los placeres y las sensibilidades. Ya quedó muy claro: la seriedad se puede travestir y las fiestas pueden ser de disfraces.
Ficha Técnica Titulo de exhibición: Las hijas del fuego. Año: 2018. Minutos: 115. País: Argentina. Guión: Albertina Carri. Intérpretes: Disturbia Rocío, Mijal Katzowicz, Violeta Valiente, Rana Rzonscinsky, Canela M., Ivanna Colonna Olsen. Director de fotografía: Inés Duacastella, Soledad Rodríguez. Dirección de arte: Flora Caligiuri. Sonido: Mercedes Gaviria. Edición: Florencia Tissera. Producción: Eugenia Campos Guevara.