Si hay algo admirable en las películas de Kaurismäki es su coherencia a la hora de abordar temas de gran complejidad en la sociedad contemporánea. Por medio de recursos sintéticos, y sin caer en la utilización de la violencia explícita, manifiesta su visión a cerca de un tema tan actual como es el exilio a raíz de un conflicto bélico.
Hace unos años el director decidió comenzar una nueva trilogía que tuviera como eje aquellos exiliados que se marcharon de un país en guerra en busca de un destino mejor. Esta segunda trilogía -la primera fue Trilogía del Proletariado de la que desciende la gran Nubes pasajeras (1996) — comenzó en el 2011 con El Havre y continúa con El otro lado de la esperanza (2017).
En su último film el relato se instala en una ciudad portuaria finlandesa — conociendo la filmografía del director podemos pensar que se trata de su originaria Helsinki- donde los destinos de dos hombres terminan encontrándose. Khaled (Sherwan Haji), un joven inmigrante sirio, llega en un buque al puerto de esa ciudad. Allí intenta encontrar un permiso para poder vivir en Finlandia, buscar un trabajo y reencontrarse con su hermana a quien perdió en uno de los tantos cruces fronterizos. Sin embargo, el Estado -o mejor dicho, la burocracia- no hacen más que dificultar su búsqueda, su permanencia en aquel país y sus posibilidades de progresar. A la mitad de la película se cruza con Wikström (Sakari Kuosmanen), un hombre finlandés de mediana edad que decide separarse de su esposa, vender su negocio de ropa y jugar ese dinero al poker. Resulta que gana y decide invertir el dinero en el peor restaurante de Helsinki, en el que, posteriormente, Khaled ingresa a trabajar.
Esa es más o menos la trama. Sucede que muchas de las películas de Aki Kaurismäki parecieran sencillas, sin embargo, son de una gran reflexión a cerca de la condición humana. Allí radica la inteligencia del director para no caer en sermones ni moralinas. Porque sí, hay que decirlo, es un tema que requiere inteligencia, honestidad y criterio para abordarlo sin caer en un discurso lastimoso propio de un documental sobre refugiados en Netflix.
Hoy en día, las películas premiadas en los grandes festivales de cine parecieran repetir el mismo mecanismo de representación que construyen los grandes medios de comunicación. Kaurismäki es astuto a la hora de señalar esta visión de la realidad representada masivamente, él la establece casi como material de archivo: en una de las escenas de la película esta visión emerge nada más ni nada menos que por medio de la pantalla de un televisor para luego introducirnos en ella como a través de un juego de espejos.
Kaurismäki pareciera ser alguien que sabe cómo contar una historia (sí, ya lleva más de diez películas pero tranquilamente podría caer en recursos efectistas como a muchos directores de cine les ocurre) sin embargo demuestra una vez más que conoce los elementos del lenguaje cinematográfico y sabe cómo conjugarlos.
Quien por primera vez se disponga a ver una película de Kaurismaki quizás piense que un poco le están tomando el pelo y otro poco que está viendo algo parecido una obra de teatro: la iluminación, el color, los encuadres, la escenografía, las actuaciones remiten a una construcción sumamente manipulada (como si una película no lo estuviera ya por el sólo hecho de ser una película).
Lo cierto es que Kaurismäki es un posmoderno o un ¿clásico posmoderno?. El pasado y el presente aparecen en una encrucijada constante en sus películas: el kitsch, la copia, lo pasado de moda, parece encontrar lugar dentro de una estructura clásica. Lo clásico aparece a través de las influencias de distintos cineastas; Yasujiro Ozu (quien no lo conoce debería hacerlo) aparece allí también en su forma casi milimétrica de componer el cuadro donde los objetos (casi siempre kitsch) generan una suerte de efecto metonímico dentro del encuadre. Esto se evidencia en una escena en la cual un cuadro de Jimi Hendrix cuelga de una de las paredes del restaurante: la pintura del músico genera una dialéctica casi irónica con la impronta del lugar. Casi siempre lo objetual parece hablar cuando los personajes callan y uno ríe por lo absurdo. Otra similitud, en este caso temática, es la prevalencia de un humanismo y de una solidaridad siempre presente en el accionar de cada uno de los personajes, los cuales se ayudan unos a otros de manera desinteresada y sin cuestionárselo.
No sólo de Ozu se aprecian formas estilísticas en la película de Kaurismäki, también de muchos otros como Robert Bresson, en en ese poder sintético para expresar una idea y en esa economía gestual de los personajes; de Jean Pierre Melville; del cine de Hollywood de los cincuenta o de Buster Keaton, cuya comicidad asoma a cada momento por medio de gags a través de las actuaciones de los personajes. Cada escena del film es, de alguna manera, un homenaje a cada uno de ellos.
Es de agradecer que en un contexto donde imperan este tipo de historias contadas por medio de la violencia más explícita mediante discursos panfletarios, amarillistas y plagados de opiniones bienintencionadas aparezca una película como ésta. Hacer un film con un asunto actual tan complejo puede ser una trampa mortal, sin embargo, Kaurismaki se desenvuelve de manera honesta de acuerdo a una postura para nada paternalista. Se dice que el cine de Kaurismäki posee una visión humanista, entonces pienso que si las películas son cómo son los directores no cabe duda que Kaurismäki, ante todo, es un humanista.
Título original: Toivon tuolla puolen Año: 2017 País: Finlandia Director: Aki Kaurismäki Guión: Aki Kaurismäki Fotografía: Timo Salminen Música: Tuomari Nurmio, Harri Marstio, Marko Haavisto, Antero Jakoila Reparto: Sakari Kuosmanen, Sherwan Haji, Kari Outinen, Janne Hyytiäinen, Tommi Korpela Productora: Sputnik Duración: 98 minutos.