Mandarinas (Mandariinid, 2013) está situada en los años ‘90, en la zona del Cáucaso. El contexto político es desolador. La guerra enfrenta a chechenos y georgianos, quienes se masacran unos a otros, cada uno en nombre de sus propias causas. En el medio del conflicto se encuentra Ivo (Lembit Ulfsak), un viejo estonio que, a diferencia de la mayoría de sus compatriotas, decide no huir. En lugar de volver a su país de origen, fabrica cajas de madera que su amigo Margus (Elmo Nüganen) utiliza para la cosecha de mandarinas. La cotidianidad del estonio cambia radicalmente en el momento en que a metros de su casa explotan dos vehículos militares. Sólo sobreviven dos soldados; uno checheno y otro georgiano. Ivo, sin dudarlo, los acoge en su hogar y los cuida como si fuesen de su propia familia. Una vez que ambos mejoran, la única razón por la cual estos rivales no se atacan entre ellos es por el juramento de no derramar sangre en la casa de su salvador. Los dos combatientes se ven obligados a vivir bajo el mismo techo y deben aguantarse las ganas de cobrar venganza sobre el enemigo que asesinó a sus compatriotas. A partir del momento en que ambos beligerantes pactan una tregua, nos es fácil ver que la historia está vinculada inevitablemente con la paz y la posibilidad de fraternizar, incluso con el enemigo. La trama es sencilla, pero al estar encarada desde una perspectiva interesante no da lugar al aburrimiento.
En Mandarinas, los espacios quedan divididos por el binomio dentro-fuera, cada uno de ellos representado con su atmósfera particular. La intemperie es la guerra, la bruma, el frío que hiela, las bombas, los disparos estrepitosos y el miedo. Por el contrario, la propiedad de Ivo se ofrece como refugio donde todos pueden calentarse las manos cerca del fuego. La sopa, el pan y el queso se sirven por igual a quien tiene hambre. El té, bebida que se convida a los huéspedes repetidas veces, no sólo ayuda a combatir las bajas temperaturas, sino que obliga a que todos compartan la mesa. Gran parte del encanto de la película es cómo están retratadas las pequeñas acciones del día a día. Estas escenas costumbristas, bañadas por una iluminación tenue y cálida, son captadas preciosamente por el ojo del director de fotografía Rain Kotov. Al ver a los personajes comer, dormir y moverse como cualquier otro hombre, los podemos aislar de su rol de soldados y entenderlos desde un costado más sensible. El mecanismo es doble: al mismo tiempo que nosotros humanizamos a los personajes, ellos se reconocen como semejantes. Este cambio en el sentir y pensar se da de forma sutil gracias a las actuaciones impecables de los actores, quienes rebalsan emociones sin caer en la exageración.
Para concluir, resta preguntarnos por qué se decidió elegir “Mandarinas” como título. Una lectura posible es que las mandarinas que Margus tanto se esmera por recoger son símbolo de amor y cuidado de la tierra en que se vive y al mismo tiempo son raíz, es decir, eso que nos ancla a un lugar. También resaltamos la ironía de que en una guerra, donde lo que se debate es la soberanía del suelo, se dañen los frutos que este da. Afirmar que los conflictos armados causan estragos es una obviedad. La belleza del film radica en la forma en que retrata los pequeños actos de indulgencia y empatía en un contexto hostil. Como dijo el director en una entrevista, el mensaje de la película que deberíamos recordar es que “lo más importante es seguir siendo humanos”.
Trailer
Título original: Mandariinid
Año: 2013
País: Estonia
Director: Zaza Urushadze
Guión: Zaza Urushadze
Fotografía: Rein Kotov
Música: Niaz Diasamidze
Reparto: Lembit Ulfsak, Giorgi Nakashidze, Misha Meskhi, Elmo Nüganen, Raivo Trass.
Productora: Allfilm / Georgian Film
Duración: 83 min.